MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

jueves, 22 de diciembre de 2011

Del humo...

Esto nunca se lo había dicho a nadie. Uno tiene miedo de que no le crean, de que lo tomen por un loco. Sin embargo, hoy es uno de esos días en que es necesario revelar secretos. Uno de esos días en que los secretos se han hinchado tanto que o se sacan o explotan y lo dejan a uno deshecho. Hay otros tantos secretos que podría contar –bueno, quizá no tantos- pero éste parece ser el de hasta arriba del bote. Parece que hasta no quitarlo del medio, me será imposible sacar cualquier otro. En verdad que cuando lo pienso no parece tan terrible, es sólo que esta aparente pasividad suya me asusta aun más. Como si fuera una inocencia fingida que realmente sólo espera la oportunidad para ser astutamente cruel. De cualquier modo, no hay manera de evadirlo más. Tarde o temprano iba a tener que afrontarlo. Ahora no sé si es más temprano que tarde, pero lo haré.

Yo de chico podía convertirme en humo. Ya está, lo he soltado. A que no parece tan terrible. El problema –aunque no sé exactamente por qué es un problema- radica en que es cierto. Sin más, podía hacerlo. Por muchos años (alrededor de unos once) fue así. Recuerdo la sensación de ir haciendo espirales por el aire, el vértigo de que llegara un viento y me esparciera por ahí, la delicia de la sorpresa: nunca habían dos vientos iguales, los ángulos de “ataque” eran infinitos.  La sensación de flotar, la ausencia de peso, de algo que me asiera a la tierra era la sensación de la libertad perfecta. Es raro, porque no tengo cómo comparar esa libertad, no me ha vuelto a pasar, y sin embargo sé que era eso.  También dependiendo de mi estado de ánimo previo al estado-humo se daba la espesura. Estaba ese humo blando, más blanco y lechoso, suave, casi palpable; estaba el humo raquítico, demasiado gris y escaso, por lo general agrio; estaba el humo flexible, ese que hace mil piruetas antes de disolverse adaptablemente en la situación, vistoso y simpático a las exigencias, ese con el que los fumadores hacen aros y uno que otro personaje no tan ficticio hace barcos; y bueno, estos tres y sus tantas –me atrevería a decir incontables- variaciones.

¿Es tan difícil de creer? Entiendo que ante mi incapacidad para presentar pruebas, la mayoría de los lectores simplemente abandonarán el texto (probablemente sin terminarlo siquiera) pensando que para presuntuosos, mínimo uno que despliegue su colección de talentos más tangibles y actuales. Pero no hay nada que pueda hacer contra esta decisión. No hay pruebas que pueda presentar. Tan sólo somos yo y mi palabra -o mi palabra y yo para al menos ser cortés si no se me puede atribuir otra virtud en estos momentos. Parece muy conveniente todo esto de hablar de una capacidad en pasado y atribuir a la mala suerte el no poder demostrarla más: pero no lo es. Todo esto tiene una historia más bien triste. Me abstendría de contarla si no fuera porque con tan poca información es necio de mi parte prescindir de aun más datos.

Lo diré de la manera más simple: perdí la capacidad de convertirme en humo el día en que la necesité por primera vez. Así es, antes de ese día siempre había sido un capricho, un talento divertido como tantos que hay en este mundo nuestro. Un talento como el de quedarse sin pestañear por horas o aguantar bajo el agua por cinco minutos, lamerse el codo o hacer malabares con dieciséis pelotas (toda proporción guardada entre unos y otros, y sin analizar furthermore si pueden considerarse o no talentos). Además, era algo muy mío, me parecía tan normal que ni siquiera se me ocurría contárselo a mi madre, mi única confidente en un mundo infantil en el que todos los niños me consideraban lo suficientemente raro como para excluirme de cualquier juego (cabe decir que no les guardo rencor, por el contrario, se los agradezco). Fue gracias a este tipo de comportamientos tan humanos que yo me aislé lo suficiente como para convertirme en humo. Y de ahí en adelante no podía pedir un mejor compañero de juego que el ya mencionado viento. Era mejor que cualquier otro amigo porque era impredecible, característica raramente encontrada en los niños de mi edad (si bien es inherente a las niñas, que sin embargo ni siquiera entraban en mis contemplaciones porque les tenía el asco normal entre géneros a esas edades).

Y bueno, supongo que ya que esto se ha extendido más de lo necesario, debería de hablar del día en que mi talento –y ya no yo- se hizo metafóricamente humo. Como ya he dicho, era un niño solitario, jamás se me veía hablando en clase ni haciendo desmanes en los recesos. Esto no quiere decir que prestara atención, mis notas eran más bien mediocres. No me enteraba de nada, la mayoría de mis materias las pasaba gracias a que despertaba con mis andares tranquilos y callados la simpatía de los maestros, que muchas veces prefieren un chico tonto callado (no es que yo fuera tonto, simplemente mi pienso se iba a otros lugares) que uno demasiado listo. Al verme siempre sentado en el pupitre, observándolos aparentemente con atención, aunque realmente no escuchara ni una sola de sus palabras, valoraban más lo que consideraban mi esfuerzo que mi efectividad real.

Como sea, uno de estos días, ya más bien en mi adolescencia, me sacó de mi ensimismamiento cierta chica. En realidad, había estado en mi clase desde principios del año lectivo, pero yo no le había puesto atención hasta ese momento. Hablé con ella tantas veces como me lo permitió, asediándola con preguntas. Me las respondía todas aunque estoy casi seguro de que su interés por mí era meramente científico. De esas intensas sesiones aprendí que Lea era una estudiante impecable, hacía ballet con devoción  aunque con poca gracia –esto no me lo dijo pero lo comprobé una de las veces que la seguí hasta su academia de baile-, le gustaba el color rojo, su fruta favorita era el mango, quería estudiar biología marina, dormía sobre el costado derecho, tenía dos hermanos y uno de ellos era mudo, le gustaba la lluvia, tocaba el violín, sus padres eran abogados, odiaba los gimnasios pero le gustaban los chicos que iban a ellos, el único sabor de helado que le gustaba era chocolate, le tenía miedo irracional a las tortugas, le daban asco los perros y adoraba como dioses a los gatos, entre otras cosas. Todas estas nimiedades, por simples o triviales que parecieran, habían logrado –con evidente ayuda de mi instinto reproductor- que colocara a Lea sobre un pedestal mental (y otro físico en mi armario, aunque muy discreto eso sí). Sus rarezas me parecían prueba inequívoca de una mente y un alma brillantes, lo suficientemente brillantes como para deslumbrarme. Ergo, sentía un impulso que consideraba casi inhumano (aunque actualmente me doy cuenta de lo animalmente humano que era) de causarle la misma impresión que ella me había causado. Intentaba ser simpático, divertido e inteligente. Pero como me he cansado de mencionar: lo social no era lo mío. Me pasaba horas cada noche analizando un tema, como sabía que ella lo hacía con cualquier cosa que le interesara mínimamente, para tratar de sacar una conclusión inteligente, reflexiva y profunda. Fracasaba. Al tratar de relatarle elocuentemente mis peripecias mentales a Lea, me daba cuenta de la falsedad de mis palabras, de la torpeza de mis procedimientos mentales de análisis, de la obviedad de mis conclusiones. Cada día regresaba a casa con la desesperanza a flor de piel, odiándome por  no poseer algún don especial que pudiera ser admirado por ella. Y así fue como, habiendo pasado un mes desde el día en que me había fijado en Lea, me metí tanto en mis pensamientos que accidentalmente me volví humo. Fui un humo espeso, extremadamente áspero y gris, definitivamente uno de los menos agradables, pero me bastó para tomar la idea: debía mostrárselo. No sé por qué pero me parecía increíblemente claro.

Así fue como al día siguiente me ofrecí a acompañar a Lea a su casa. Aceptó ser escoltada por mí como quien acepta una proyecto fácil, medianamente interesante, pero no muy prometedor. Unas cuadras antes de llegar a su casa le dije que tenía algo que mostrarle, nos desviamos un poco del camino y llegamos a una de las calles menos transitadas de la zona. Le tomé el brazo y me puse en frente de ella, coloqué cada mano en su respectivo hombro (desde el punto de vista de la comodidad anatómica) y la miré a los ojos. Nos miramos por largo rato. Ella no se movía, esperaba algo, yo también lo esperaba. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido, sólo sé que no pasó nada. Era tal mi impresión y mi decepción que no sé cómo volví a casa, cuando me di cuenta estaba recostado en cama y sentía las lágrimas resbalar por las mejillas. Me incorporé y me asomé a la ventana, las lágrimas me llegaban ahora a la boca, sabían a una mezcla de vergüenza con decepción, pero más que nada sabían a pérdida. Había perdido algo más que la oportunidad de ser novio de Lea.

Ahora me doy cuenta de que tiene mucha lógica lo sucedido. Convertirme en humo era la muestra física de aquella sensación de libertad absoluta. El hecho de haberme sometido a demostrarle algo a alguien, de justificar mi existencia, había destruido esa libertad. Sin sensación no había muestra. De ahí todo fue para abajo. Mis notas subieron (no sé por qué pero esto siempre lo he visto como parte del declive), hice una carrera, mamá murió, dejé de ver a Lea y no me di cuenta hasta un par de semanas después, no he sabido más de ella. Tengo un trabajo que no me disgusta pero del cual huyo alegremente cada tarde, y eufóricamente cada fin de semana (sin mencionar festivos y vacaciones). Fumo como demente. No como necesidad física sino como necesidad mental. Puedo fumar por horas seguidas sin parar. Lo hago únicamente cuando estoy solo. Me maravilla ver el humo y recordar esos tiempos perdidos. Mi dentista y mi cardiólogo se han puesto de acuerdo para mandarme al psicólogo, ambos creen firmemente en mi mitomanía. Aseguran que no hay nada en mí que dé prueba de mi adicción infernal al tabaco. Lo tomo como un pequeño gesto de amabilidad de mi long lost capacity. Se refieren únicamente a la parte física, claramente. Si existieran resonancias del alma la cosa sería muy diferente, estaría seguramente en algún tratamiento intensivo. Por mientras, mis pulmones son los de un deportista y mis dientes blancos y perfectos. Como si eso importara. 

sábado, 17 de diciembre de 2011

De los disfraces...

Abre el armario vacío. Lo cierra. Lo abre. Lo vuelve a cerrar. No sabe qué ponerse para salir y sigue buscando en aquel armario aunque sabe que no hay nada. Quiere encontrar algo para caminar por las calles pidiendo dulce o truco y deseando que le respondan, siempre, truco. Lo que quiere es magia y novedad. Lo que quiere es algo que salga de lo común. Algo que la sorprenda, que la haga recordar el día, no como un Halloween más, sino como el comienzo de una nueva etapa. Una nueva etapa de algo que aún no define.

Es el primer Halloween que no se disfraza. Lo ha decidido así porque le parece confuso disfrazarse cuando ni siquiera sabe bien quién es. Le parece peligroso. Además de que la decisión de disfrazarse siempre es una proyección de algo interno. Qué te gustaría ser. Bajo qué te gustaría esconderte. Así que abre una vez más la puertecilla de madera aunque sabe que su respuesta no vendrá de ahí. No se molesta en cerrarla. Camina directo al espejo de la pared, se observa durante varios minutos, trata de visualizarse con algún disfraz. Y de pronto, con una lucidez que le marea, entiende que está haciéndolo al revés. Lo que debe hacer es intentar visualizarse sin el disfraz.  

martes, 25 de octubre de 2011

De huir de lo que se persigue...

Hace poco una persona no muy sabia me hizo cierto comentario. Y a pesar de que esta persona me demostró con suficientes hechos –por no decir demasiados- su falta de buen criterio y sabiduría, creo que este comentario, tan sólo éste y tal vez tan sólo aplicado a mí: es algo acertado. El comentario fue en respuesta a una invitación que le hice alguna mañana (también pudo haber sido una tarde o una noche, no recuerdo) de salir al parque a correr conmigo. Me contestó que ‘correr es para cobardes’. Como dije, no es un comentario muy sabio, sobretodo si se considera que viene de una persona que ha luchado (medio pasivamente, eso sí) contra el sobrepeso toda la vida.

De cualquier modo, últimamente, cuando salgo a correr, me doy cuenta de que hay momentos en que mi trote se quiere convertir en un correr desesperado. Hay momentos en que desearía poder correr lo suficientemente rápido como para olvidarme de a dónde voy. ¿Por qué no lo hago? Bueno, diré la excusa que tengo más a la mano: no me dan las piernas ni los pulmones. No hay necesidad de subrayar lo metafórico de la situación. Es del tipo de comportamientos en pequeñas situaciones de la vida diaria que con proyectarlos un poco, pueden dar al actor cuenta de muchas de sus posturas –en caso de que no las hubiera detectado desde antes, o confirmándolas si ya lo había hecho. Por ejemplo, si se trata de proyectar mis conductas en el deporte, también puedo decir que no me gusta correr en pista, prefiero salirme de ella y correr por las calles, sin rumbo fijo, sólo cuidando regresar al punto de inicio para no perderme. Tampoco me gusta salir siempre a la misma hora. Un día salgo de mañana y otro a medianoche (literal). Y eso sí que se extiende a muchas de las cosas que hago. Mi fobia a la rutina, supongo, me dicta que las cosas deben hacerse, sí, pero no en el mismo orden ni de la misma manera siempre.

Total que, mi conclusión al proyectar lo primero de lo que hablé (mi necesidad de conseguir un dolor de caballo) es que estoy huyendo de algo. Lo extraño es que si analizo otras situaciones, parecería que persigo algo. Parecería que he perseguido un cambio, que persigo un trabajo, una estabilidad académica, cierta independencia, etc… Todo esto lo he pensado mientras corría, y mientras corría fue que tuve una sensación curiosa de estar huyendo de lo que persigo; o viceversa. No lo tengo tan claro. Me encantaría decir que soy un caso raro de psicología. Pero sé que no es así. Y menos por esto. Creo que es una condición algo inherente al ser humano moderno. Huir de lo que persigue; o viceversa (no lo tengo tan claro). Buscando una pareja toda la vida para estar huyendo de ella después de que la convivencia ha sobrepasado el tiempo de la sorpresa diaria. Buscar un buen trabajo para huir desesperadamente de él en cuanto hay unos días libres por fiestas nacionales, la excusa de una enfermedad, lo que sea. Buscar casi cualquier cosa para después tratar de esconderse de ella.

Es así. No entraré en detalles porque no los tengo. Como dije, no lo tengo tan claro. Me incomoda. Es un buen momento para tratar de huir de la explicación que estuve persiguiendo intensamente -lo cual se me da muy bien- por una hora.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Del 15 de septiembre...

Hoy es un día de oda a la mala memoria. Hoy la mayor parte de aquellos que han estado todo el año causando debates debido a su inconformidad con la situación de México, van a cambiar su postura lo suficiente como para decir: ¡Viva México cabrones! Y sí, las cosas están mal, pero eso no quita que hoy México es un país hermoso y su gente es maravillosa. Hoy México es un paraíso en todos los sentidos. Ya que quiten la decoración de las casas y las banderas de todas las escuelas, pueden seguir los debates, las criticas, puede seguir la gente desgañitándose a la menor provocación contra lo que hoy es su adorado país.

Hoy el Tequila es el elixir de los dioses, en especial porque ayuda en la tarea de fomentar el olvido temporal. Habrá quienes beban tanto que puedan vomitar su inconformidad, deshacerse de ella por unos días. Hasta tragar más. Hoy el Mezcal sí es un alcohol refinado, nada de andar tomando whiskey, ron, vodka, ni ninguna de esas ‘mariconerías’. En México somos machos y tomamos Mezcal. Bueno, hoy tomamos Mezcal, el resto del año es para ‘nacos’ y te deja ciego.

Hoy celebramos al Hidalgo de los libros S.E.P., el Hidalgo de las primarias y de los billetes de $1000; no el anti-héroe de finales de prepa. Hoy durante el grito del presidente, nos encontramos con que hay miles de héroes de la Independencia. No sabemos quiénes eran, ni qué hicieron, pero los alabamos igual. Hoy las luces y carteles luminosos del Centro de la Ciudad nos parecen divinos. Sonreímos al verlos. Más de uno comenta cómo ‘nada más en México hay estas cosas’. Preferimos olvidar que el resto del año dijimos que eran ‘pan y circo’ para el pueblo –el verdadero pueblo, claro, no nosotros sino los que no se dan cuenta. Preferimos olvidar el caos vial que provocaron, y el sentimiento de que nuestros impuestos son utilizados para poner pantallas y pistas de hielo gigantes, en vez de arreglar los baches afuera de nuestras casas.

Y bueno, todo esto sin contar a los que estamos fuera. De todas partes del mundo, nos reuniremos grupos de mexicanos. Más de uno llorará, recordando lo mucho que extraña México. Nuestro país es hermoso, y se ve aún mejor de lejos. Eso sí, a aquellos que lloran, que no les pidan que regresen, una cosa es una cosa y otra… no es lo mismo. Nos encanta despotricar contra los extranjeros, contra las potencias, contra los conquistadores, contra los hermanos mayores; pero lo que más queremos es salir.

Hoy es 15 de septiembre. ¡Viva México cabrones!

martes, 6 de septiembre de 2011

De la tristeza y las despedidas...

No me gustan las despedidas,
pero esto es para mi mamá, 
mi papá, mis hermanos 
y otro par de personas.

Me doy cuenta de que la tristeza está llena de formas redondas: un hoyo en el estómago, un nudo en la garganta y lágrimas que asemejan esferas irregulares. La risa no. La risa, la felicidad, tiene todas las formas. Pero la tristeza es redonda, y de pronto te atrapa, sin esquinas para refugiarte. Puedo decir que nunca he sido infeliz como estado base. Ahora no soy infeliz, sólo estoy muy triste. Estoy triste y tengo miedo. Creo que estoy extrañando de antemano.

La verdad es que no me había dado tiempo de pensar mucho, entre las ocupaciones reales y las inventadas con el propósito de no pasar tiempo con mi alter ego, que ahora me interroga y no sé bien qué responderle. Mi estómago ha invadido mi ser, el hoyo en el estómago ahora está en todas partes. En ocasiones como ésta, entiendo por qué hay creyentes. Yo en cambio, me siento algo sola. Pero para toda postura, hay ciertos momentos no tan cómodos.

No me gustan las despedidas. No les encuentro tanto sentido. Inevitablemente caigo en ellas, pero no me gustan. Quiero pensar que en tiempos modernos –hoy- la distancia nunca es tan grande. Sin embargo, empiezo a sentir la distancia que yo misma decidí. 

Todo va a estar bien. Creo que voy a estar bien. Creo que todos van a estar bien. 

sábado, 20 de agosto de 2011

De la negación (y algo de neurosis)...

"Te lo avisé,
cuando te venza, me esconderé;
con la vergüenza de haberte ganado,
ya no seré la de antes."
Gloria Fuentes

La verdad es que yo también estoy triste. Pero no de la manera en que piensas. No te extraño, sólo extraño algunas cosas que hacíamos. No podría decirte un ‘te quiero’ ahora. ¿Estás triste? seguro que sí. Siempre estuviste triste. Desde el primer momento en que mis acciones no cumplieron con tus expectativas. Eras tan infeliz conmigo y sin embargo no podías evitar rogar que me quedara a tu lado. Lo peor es que nunca me importó demasiado. Yo hablaba claro, esa era mi parte del asunto. Advertirte, avisarte, confiarte lo que soy y lo que no. Pero preferías dejar la imagen que tenías de mí intacta.

¿Ahora ves? seguro que no. Nunca vas a ver realmente. Es probable que sigas culpándote por mucho tiempo. Que te niegues a admitir mi participación en el asunto. Tu tan inculcada hombría te impide aceptar que fueron mucho menos determinantes tus acciones que las mías, para llegar a donde estamos. Te disminuyes hasta casi desaparecer, cuando entra a tu reforzado escudo la idea de que has sido utilizado. Eso no pasa en tu mundo ¿o sí? No, claro que no.  ¿Estás enojado? Sí, seguro que sí. ¿Conmigo? No, claro que no. Enojarte conmigo sería admitir que yo hice algo. Tú no puedes admitir eso.

No tengo problema. Mi tristeza radica en saber que no entiendes. En que me he quitado una diversión por excesiva. Como estar triste por haber tirado medio kilo de chocolates, después de considerar que se han comido demasiados. Lo siento. Siempre fue así, siempre te lo dije. Mientras, tú puedes seguir pensando que el origen de las ideas en la relación venía de ti. Puedes seguir pensando que de haber hecho las cosas de otro modo, el final hubiera sido distinto. No es que quiera herirte, sólo me causa algo de gracia saber que vas a repetirte.

sábado, 13 de agosto de 2011

De ti...


I'll forever be irrevocably in love with 
what you once meant to me.
To... never mind.

Pero… ¿quién eres tú?

Me gustaría saber, me encantaría saber. Sin embargo no puedo decir que daría cualquier cosa por saber; ya no. En teoría ni siquiera debería de importarme; ya no. Ahora, que si eso me fuera a ayudar a saber quién soy yo, todo cambiaría. Pero eso dejó de funcionar desde hace bastante tiempo. Eso y todo. Todo dejó de funcionar desde hace tanto tiempo que parece infinito. Seguro he pasado ya por varias vidas desde la última vez en que pude reconocerme al mirarte. En que pude reconocerme en ti y amarme en ti mientras te amaba.

Me he revolcado y regodeado en recuerdos de todo tipo. Recuerdos cuyo único hilo de unión, de relación: eres tú. Tú. Tú y tu olor y tus manos. Tú y tu cabello y mis manos. Tú y mis ojos en tus ojos. Tú y tú y tú y yo. Y de nuevo tú. Pero, a pesar de lo que parezca, estos recuerdos son portátiles, hechos para viajar con ellos. No los cargo ni los arrastro: flotan. No invanden el espacio de otros recuerdos. Son plegables, así que pueden permanecer perfectamente ocultos hasta el momento en que sean requeridos. Solían ser algo intrusivos, de pronto surgían sin haber sido llamados. Causaron más de un problema. Pero el tiempo y otros amores los han ido domando, ya casi no sucede.

Me parece que hemos vuelto a encontrarnos. Aunque tal vez la expresión correcta sería que hemos vuelto a vernos. Vernos de piel para afuera. Hablarnos sólo con las cuerdas. Abrazarnos sólo con los dedos. Realmente, ni siquiera puedo asegurar que fueras tú, escondiéndote detrás de un cuerpo, una cara, una voz y mil gestos conocidos. Escondiéndote detrás de todo lo reemplazable, es imposible asegurar que eras tú.

Pero… ¿quién eres tú?

miércoles, 10 de agosto de 2011

Del Miedo...

... o del Status Quo

Tiene miedo. Le aterra –un poco, tan solo un poco- desprenderse de todo. De todo lo que significa para ella comodidad y costumbre. Aunque sea sólo por un rato, si ese rato es muy corto, significa prácticamente fracaso. Inminente fracaso. Por eso debe desprenderse no sólo de los objetos sino de los estigmas sociales con los que la han moldeado desde hace tanto tiempo. Piensa en su propia futura transformación. No más sedentarismo, es un invento aburrido y limitante. Viajar y conocer, errar un poco o no tan poco, no es sinónimo de inestabilidad. Puede significar todo lo contrario, puede una persona estar en tanto equilibrio que ir sin rumbo espacial definido (y es importante aclarar que el rumbo no definido es el espacial, porque ir sin rumbo temporal: es completamente distinto) no le destruya en ningún nivel.

Tiene miedo. Sabe lo que piensa y lo que debe sentir, o lo que cree que debe sentir. Posiblemente esté un tanto equivocada al creer que debe sentirse valiente. ¿Qué es ser valiente? La voluntad es lo que verdaderamente define la cobardía o la valentía. Y tal vez un poco la suerte. Pero ella siempre ha tenido suerte. Al menos eso es lo que quiere recordar en estos momentos, justo antes de lanzarse.

Tiene miedo. Maldita sea. Llega casi a ser pánico incontrolable –casi, sólo casi. Levanta las manos a la altura de sus ojos, buscando tranquilizarse al ver algo conocido. Sin embargo, sólo encuentra dos contornos de manos algo irregulares. Las líneas y los pequeños círculos que forman las huellas digitales únicas de cada ser humano, no están. No están. Ella tampoco está, realmente. Sólo cree que está. Esa creencia va forzosamente disminuyendo poco a poco. Mucho a mucho. Y mientras su conciencia de sí misma se desvanece, el cosmos entero hace lo mismo -a su parecer, por supuesto.

Tiene miedo. Sólo le queda el miedo. No percibe nada más allá del miedo. Un miedo papilionáceo que va extendiedo sus alas de animal nocturno. Parece tener ojos en las alas. Parece que no hay manera de esconderse porque sus ojos están en todas partes, un intento de mariposa nocturna con patrones demasiado definidos. Asquerosa y repulsivamente definidos. ¡Oh! Por un momento cree encontrar su salvación en el asco. Cree que el asco puede ganarle al miedo. Pero no es así, porque no es el miedo lo que le da asco…

martes, 9 de agosto de 2011

De las ideas...


Para León, que me dio la idea de las ideas. Entre otras.

Las ideas no son ni buenas ni malas. Las ideas son sólo eso: ideas. Es fácil pensar que la creatividad está truncada, cuando no es ésta la del problema. El problema realmente son los juicios de valor a los que algunos –ni muchos ni pocos; algunos- sometemos nuestras interpretaciones de la realidad. Y es que todo viene de la realidad; el ser humano nunca ha sido lo suficientemente inteligente ni imaginativo como para inventar algo completamente nuevo. Seguramente esto ya lo han leído anteriormente, muy probablemente más de una vez. Tratar de imaginar un color nuevo, un color que jamás haya sido visto por ojo humano, es imposible.

Todos somos un nudo de patrones. Hay muchos más humanos que patrones. No sólo repetimos patrones de otros, sino que nosotros mismos somos cíclicos. Buscamos y tropezamos con lo mismo una y otra vez. Lo que creemos haber aprendido, con la menor variación, deja de sernos conocido. Cosa que, evidentemente, es más fácil ver de fuera. La razón de la ceguera que presentamos ante las razones obvias de nuestras acciones, es el miedo de entendernos y aceptarnos como voluntariamente necios. Somos necios. Más veces de las que estamos dispuestos a aceptar, sabemos que estamos cometiendo un error. Sin embargo, preferimos ignorarnos o justificarnos; cada quien con lo que le parezca más cómodo.

Esto último es lo más importante: nos gusta la comodidad. Amamos la comodidad. Por regla general, hasta aquellos que presumen de espíritu aventurero (a veces, inclusive, éstos más que los demás), tienen más de calculadores que de cualquier otra cosa. No tiene nada de valiente arriesgar lo que no es esencial para nosotros. En cuanto a esto, no es tan difícil engañarse a uno mismo. A base de repetir una y otra vez lo mismo a todos, e inclusive sin externarlo siquiera, uno se expone a creer sus propias mentiras. Uno se expone a creer que sus propios pretextos y justificaciones son válidos. Qué peligro.