MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

lunes, 24 de diciembre de 2012

De las campanitas...


Todo suena a campanitas. Y qué tristes están. Tienen matices delgaditos y moribundos. Si todo suena a campanitas es porque sino todo sería silencio. La soledad suele ser calladita en principio. Si afuera el viento frío habla es para no sentirse solo, para ir saltando entre los árboles sin que piensen que ha sido abandonado. Y cuando pienso en este día, sólo suenan esas campanitas. No importa en dónde esté, las escucho y su sonido pequeñito se me cuela entre las manos como arena de piedra blanca.

Hoy me siento en esta silla frente a la pared. La pared vacía me mira de vuelta sin sonreír. Las cortinas están cerradas y la luz aprovecha para ser tan amarilla como puede. Nada se mueve a primera vista. Sin embargo, después de observar unos minutos, se puede ver que todo respira. La mesa y los sillones respiran, la mesa y la lámpara respiran, la mesa y los libros respiran y yo respiro. Es una mesa lisa, roja y brillante, a veces cálida y a veces más bien agresiva. Pero lo importante es recordar que todo respira, y que ese todo me incluye.

No pasa nada porque nada se acaba en realidad. Todo es un simple cambio constante, sin fin. Lo que parece tristeza un día será simplemente nostalgia y puede que llegue a ser tan sólo recuerdo. Lo que parece soledad será ya un estado pasajero, ya un estado asimilado. Las campanitas puede que permanezcan un poco más, pero gradualmente se irán y ni siquiera serán conservadas en la memoria por ser tan frágiles y tan bonitas.

Creo que las campanitas están para distraerme, para no dejarme escuchar esa otra melodía que últimamente se gesta en mi cabeza. Las notas del estribillo, aunque no tiene letra, dicen claramente que ya no te quiero. No sé si es o no cierto, pero eso dicen. Son melodías incompatibles. Suenan fatal cuando se mezclan. Chocan, se golpean, se superponen, se amenazan. Y yo, como no quiero seguir en el proceso creativo, prefiero quedarme con las campanitas. 

viernes, 7 de diciembre de 2012

De tu grito...


Gritas. En medio de la noche, en medio del cuarto, en medio de mi cama. Gritas. En medio de tu miedo, en medio de tu sueño, en medio de mi almohada. Gritas. Porque no puedes salir, porque no puedes cantar, porque está muy oscuro. Gritas. Porque no te ves, porque no me ves, porque te grito. Gritas. Y tu grito es de colores, y tu grito es de fragmentos, y tu grito es de tristezas. Gritas. Y tu grito suena a lluvia, suena a nubes, suena a peces. Gritas. Y te ahogan las palabras, las sábanas, los meses. Y gritas. Porque no quieres gritar, porque no lo necesitas y sólo por gritar: gritas.

Y fragancias, que se tapan los oídos, devoran tus entrañas, las llenan de sonidos. Son serpientes, que imitan la luna, que opacan su brillo, lo convierten en ruido. Y todo es ruido, y la música se muere porque todo es grito: tu grito.

Callo. Me escondo en los rincones, me escondo en las palabras, me escondo en el espejo. Callo. Bailando los dedos, bailando los cabellos, bailamos la batalla. Callo. Aunque encuentro las palabras, aunque sabes lo que digo, aunque no existe el silencio. Callo. Y salto a tus pestañas, las encuentro mojadas, las pupilas saladas. Callo. Y me encuentro con tu piel, con tu risa, con tu espalda. Callo. Jugamos al nudo, al trabalenguas, a los peces. Callo. Y me ahogan las palabras, las sábanas,  los meses. Y callo. Porque no quiero gritar, porque no lo necesito y sólo por callar: callo.

Y melodías, que se cubren la boca, se me escapan de las manos, las salpican de notas. Son personitas, que observan la tierra, que tallan figuritas, que escriben su historia. Y nada es silencio,  y en la noche todo vive porque todo es grito: tu grito. 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

De la muñeca...


En un principio no sabía si era real o no, si tan sólo era una visión. Si ya haberla visto un día me parecía poco probable, verla dos me parece imposible. Es la misma mujer de ayer, un esperpento, la decadencia de una muñeca rota. La cara pálida, palidísima, el pelo amarillo despintado y una capa de maquillaje que el frío seguramente muere por cuartear, ayudado por la poca –o falta total de- calidez que debe tener su piel.

La muñeca seguramente espera el metro todos los días laborales a la misma hora con ese mismo abrigo rojo a juego con su labial. Sin embargo, no concibo que hayamos coincidido antes y yo no la haya visto. Tiene que ser imposible no verla.

Pero no ha sido ella la que ha irrumpido en mi mundo: he sido yo quien ha irrumpido en el suyo. Ahora, a cada palabra que escribo, resquebrajo esos muros que tanto le habrá costado levantar. Bloque a bloque construyó un triste intento de fortaleza con polvos compactos, sombras para ojos, rouges y colorines. Ella nunca lo sabrá, pero he violado su intimidad al poner atención a los solitarios pensamientos que se dejan ver a través de su postura mientras espera en el andén.

No tengo por qué meterme en donde no me llaman, pero toda mi culpa se borra al levantar los ojos para descubrir que ella también escribe y, a intervalos, me lanza miraditas de plástico negro. Al final son mis muros los que se derrumban estúpida e inexorablemente.

sábado, 17 de noviembre de 2012

De la poesía...


Dicen que la forma de la poesía es el vínculo tangible con los elementos más profundos del significado. Dicen que el ritmo de los sonidos de un poema trasciende nuestra percepción racional. Dicen que la poesía es la literatura más pura, sujeta completamente a la subjetividad del escritor. Dicen que la poesía se rige por leyes enteramente diferentes a cualquier otra manifestación escrita con fines tanto denotativo-comunicativos como artísticos. ¿Quién lo dice? Tal o cuál. No importa. Tal vez ni siquiera digan eso, sino esto otro y yo lo haya entendido mal. Quizá mi subjetividad inherente ya haya hecho de las suyas.

Nunca he escrito un poema de verdad y hasta los poemas falsos que he escrito carecen de ese no sé qué que qué sé yo. Escucho la palabra poema e inmediatamente mi intención bucea por un lodo de expresiones que tengo ya vinculadas al término. Es decir, caigo en todos los clichés y baratismos posibles y si me dejo seguir reviento los límites y sobrepaso hasta lo permitido para los poetas amateurs. ¿De qué se tiene que tratar un poema para que no sea un triste intento de expresar sentimientos sublimes que al momento te explotan en la cara como una bomba de saliva? ¿De qué escribe quien escribe poemas? Una vez más: dicen que hay tan solo unos pocos temas y que toda la poesía puede reducirse a ellos. Los obvios.

A mí en realidad me dan ganas de reducir todo a colores, a formas y a texturas. Hay veces que me siento como una figura geométrica y otras que me siento como un color. Pero me siento incapaz de transmitir esas sensaciones como no sea un poema que diga:
Morado,
morado amor
hado morad,
¡oh! Morado

Tengo la certeza que ni siquiera así me daría a entender. Todo esto de la Escuela Alemana de la Percepción ahora tiene más sentido. Cada quién pensaría en su propio color morado. Morado pollo, morado cielo, morado césped, morado madera, morado noche, morado luna, morado agua, morado azúcar, morado mar y jamás morado Restaurante Hindú de Lavapiés.

No quiero ni pensar qué sucedería entonces si intentara explicar que me siento como un triángulo. ¿Con qué palabras sustituyo “lados”, “tres”, “isósceles”, “agudo”? ¿Y cómo explico que soy un triángulo redondo? Directamente encasillado en la bodega del absurdo. Como si en la vida diaria no pasara todo el tiempo que uno se siente como un jodido triángulo circular. Pero ahí está el infalible miedo a que se dude de nuestra cordura. De ahí que se hayan inventado palabras tan desastrosamente inexactas como “bien” o “mal”. Así cuando nos preguntan cómo estamos, tenemos la salida fácil. Decimos que bien en vez de decir “Rojo, hoy estoy completamente rojo y ando de un ánimo exquisitamente cuadrado”. O, en caso de que nuestra sinceridad exceda la dosis normal, decimos que mal en vez de decir “Ni me hables, el amarillo me nubla la vista y va a empezar a escurrirse por mis poros en círculos concéntricos”.

El problema de la poesía es que la representación más alejada de su esencia es la palabra. Ahí está el peligro, al ver todo lo que es en realidad poesía y entender que es imposible decir las palabras para expresarlo. Entender que mientras más se diga, más cosas se quedarán atoradas en medio de la garganta, del estómago, de las cuerdas vocales, del paladar, de la lengua. La densidad del líquido verbal en nuestro sistema aumentando exponencialmente y el saber, a momentos estúpidamente efímeros, que no hay otra opción que ignorar o ahogarse a más tardar en un momento dado. 

viernes, 12 de octubre de 2012

Del festival...


Con la luz fragmentándose en hexágonos y la respiración dividiéndose entre la nariz y los pulmones en partes imposibles de inhalar, me di cuenta del lugar al que había llegado. Recuerdo el momento en el que volteé a verte y me sonreíste con colmillos importados de Chesire. El ciclo de los colores emitidos por cientos de leds agrupados en lámparas giratorias vibrando a un ritmo repetido innumerables veces sin compás, circular todo el rato, metiéndose por los poros y saliendo en listones e hilos morados como la masa de las palabras.

Cuando te reías, cuando nos reíamos, entendía por fin, a instantes, la consistencia de las carcajadas. No eran risas reales, eran risas de un sueño, manipuladas por una rata que estaba también en los carteles del escenario, burlándose de nosotros todo el tiempo. Se burlaba casi tanto como esa estrella (¿o era un planeta?) que desde el comienzo de la noche apostó con la luna que podía penetrarnos las retinas mucho más que ése o cualquier otro satélite, sinvergüenza. No le importaba en lo más mínimo dañar por completo la imagen global y dar una apariencia de carpa, de techito de plástico, al resto del cielo.

Tan abiertas tenía las pupilas que sabía que podías leerme los pensamientos. Entraba tanta luz a mi cabeza que quedaban iluminados hasta los últimos rincones, hasta los rincones olvidados. Cualquiera que lo hubiera intentado hubiera podido ver, como en una película de cinta magnética, la historia de mi vida (o al menos mi versión de ella). El único requisito era ser parte del sueño, poder fundirse con el humo que se fusionaba con las nubes de casi principios de octubre. Puede que tú tuvieras frío, pero al lugar al que yo había llegado, no había llegado aún el otoño. Incluso cuando sentía el aire helado de la madrugada restregarse contra mi piel, lo que me asustaba no era eso sino ver el suelo desintegrarse con agua de lluvias pasadas, lluvias y orina de otros días mezclándose con el material del suelo y creando el tipo de barro blanco del que se forman los monstruos que te visitan en las noches; esos monstruos que llegado el punto te demuestran que no están bajo tu cama sino bajo tu piel o bajo las primeras capas de tu consciencia.

He parpadeado y al abrir los ojos estábamos en casa y la puerta te quería comer, las entrañas del animal eran el mundo afuera de la habitación. Si lloré fue sólo por miedo a que te deshiciera el ácido gástrico de la ciudad y a que terminado el proceso digestivo no fueras más que el recuerdo de un bonito sabor. Por eso cuando nuestros dedos se encontraron en la oscuridad jugando a los arácnidos en las redes tejidas por las luces impresas en nuestras retinas, todo volvió a estar bien. Saber que al encender la luz estarías ahí, con manos en vez de arañas, era lanzarse al mar sabiendo que se puede respirar bajo el agua. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

De James Matthew Barrie...


Quien hable de estar enamorado en París es porque no ha estado enamorado en Madrid. Tú puedes ir caminando por las calles con tu pena cogida a las pestañas, incluso a tus pasos y nadie te dedicará siquiera una mirada (al menos no por eso, no de complicidad). Te puedes meter a un café en invierno, o sentarte en una banca de alguna calle o parque en verano y tu invisibilidad será perfecta y completa. Irás caminando contracorriente cuando bajes del metro en Atocha y te encuentres con una manifestación en contra de los recortes de presupuesto en el área de educación o salud y no vas a estorbar porque nadie te verá mientras luchas estúpidamente por llegar al café de la esquina, al café de la plaza, al café que sea.

La manifestación será de tal a tal hora, y cuando termine podrás ver el sitio que escogiste para cavilar tu pena o tu pseudo pena o incluso tu alegría llenarse lentamente de gente con camisas rojas o verdes (según sea lo que estén defendiendo), hambrienta después de tan ferviente demostración de postura. No hay problema porque seguirás siendo invisible. Estarás seguro mientras dure la luz del día. Eso sí, si decides aventurarte a ir de marcha violando horas de sueño, el disfraz de enamorado pierde toda su efectividad. Ya puedes entrar a cualquier lugar que de pronto todos estarán detrás de vitrinas de museos o de escaparates del Corte Inglés y al mismo tiempo se habrán vuelto finísimos críticos de arte y de moda, incluyéndote. Lo que dure tu marcha (siempre y cuando no exceda la hora a la que abre el metro) formarás –voluntaria o involuntariamente- parte de este juego.

Si sales victorioso de esto y vuelves a casa solo, tambaleándote primero hacia Plaza Cibeles y una vez encontrado el bus a casa, bajado donde te corresponde y entrado silenciosamente en tu piso como si a alguien en realidad le importara tu llegada o el ruido que haces con tu llegada, todo estará bien. La mañana siguiente puedes regresar a ser un enamorado invisible y si eres medianamente afortunado verás a la persona que si la vida fuera justa te daría una cuota mensual para pagar todos los cafés que has tenido (sí, que has tenido obligatoriamente) que comprar para poder dedicarle como es debido un lapso de tiempo en tu inacabable tren de pensamiento. Es posible que pases un buen rato (nunca tan bueno como inconscientemente habías esperado y mucho menos tan bueno como recordarás después) y en cuanto subas al metro o al bus habiéndote separado, te preguntes a cuenta de qué viene el suspiro que acaba de escaparse de tus oxitocinosas entrañas al sacar el abono de transporte y pasarlo por el sensor.

Por otro lado, es difícil concentrarse en Madrid durante el verano. No querrás para nada estar en casa, pero al salir te encontrarás con las calles llenas de gente, los motivos son variados pero siempre secundarios. La gente sale por salir, porque todos piensan como tú: ¿Por qué quedarse en casa si brilla el sol, si hacen más de treintaicinco grados, si no soporto estas cuatro paredes (o cinco o seis o las que sean)? Por eso los libros se vuelven una solución complicada. Uno siempre podría volcarse en las letras si no viviera en una surrealidad tan tangente. Pero ¿quién puede leer a Henry Miller con su visión tan práctica y visceral cuando parece que André Bretón se encargó de diseñar la situación de la ciudad en que bucea? Puro Surrealismo o irrealidad o las dos (difícil de saber). La gente en Madrid parece querer ahogar la crisis con jarras de cerveza o de tinto de verano. O al menos es fácil llevarse esa impresión. Sino sólo hay que preguntarle a los guiris que visitan España y se embriagan con la falta de lluvia y el exceso de gritos y risas como si en ello se les fuera la vida. Aquí parece que todo el mundo vive (al menos según el concepto occidentalizado que se tiene de lo que es vivir) y de uno u otro modo hay que alcanzarla. Hay que explotar con ellos para poder regresar a la realidad más tangible de la que venimos (guiris y latinos y lo que sea).

Echo de menos la bella ciudad exacerbadamente agobiante de la que vengo. Esa ciudad que la nostalgia convierte en un lugar interesante, históricamente profundo y hasta (no vale preguntar cómo) melancólico. Vengo de una ciudad ideal para pensar en ella desde aquí, una ciudad que tiene el papel de ciudad de origen y de ancla a la realidad. La Península Ibérica tuvo que ser seguramente fuente de inspiración para la idea de la Isla del Nunca Jamás, para terminar de hacerse a la idea basta con visitar Portugal. Mi ciudad en cambio haría mejor el papel de niño perdido, de un niño caprichoso, desordenado e iracundo al que sin embargo se le perdona todo al conocer su estado de orfandad. Así es. Vengo de una ciudad, de un país huérfano, al que no se le puede recriminar absolutamente nada porque las vicisitudes que ha tenido que enfrentar lo han obligado a forjarse el carácter que tiene. Y al final no puedes más que quererlo (de cerca o de lejos, quererlo). España es la Madre Patria, pero es una madre muy joven (no diré que demasiado) que aún quiere divertirse. Y es tan linda y gusta tanto que la necesidad de volver al niño perdido es inminente. Mi bonito niño perdido. No puedo evitar pensar en Mariana, y sin importar quién tome el papel de Carlitos y quién el de José Emilio Pacheco, cómo no enamorarse de ella siendo un niño perdido.

Mucha gente habla de enamorarse en (e incluso de) París. Por lo que entiendo es un poco como tener una mano que te estruja los lagrimales. Sin embargo, enamorarte en (o de) Madrid es como tener un algo (cualquier cosa) que te seca los lagrimales. Te da una sed incomprensible que te sofoca. Es más difícil llorar en climas secos, al menos en lo que a figuras retóricas se refiere. Todo esto siempre hablándolo como un foráneo, extranjero, agente invasor y ajeno. Un criterio sumamente subjetivo que por el hecho de no servir es necesario. Hay que darse rienda suelta en lo que no es útil, ya que es lo más cercano a la libertad. El arte es algo inútil que necesitamos para vivir y para lograr nuestra condición humana, o tal vez es justo lo que nos exime de la misma. Sería una explicación casi plausible para que después de Cervantes, Dalí, Picasso, Gris, Calderón, Lorca y una lista interminable de nombres, que por falta de tiempo y cultura no puedo mencionar, Madrid parezca la isla de James Matthew Barrie y su necio protagonista y la Ciudad de México parezca la Ciudad de México, una vanguardia incomprendida y embriagante que se cuece aparte, que se contagia ligeramente –como el mezcal- de las esencias que tiene cerca. Es por eso que a quien no le gusta el mezcal es sólo porque no termina de entenderlo.  

lunes, 10 de septiembre de 2012

Del tiempo libre...


Había algo que le gustaba hacer. Le gustaba meterse a los pequeños bares o cafeterías, pedir un café con leche y sentarse a leer, a escribir o a pensar en lo que podía leer y escribir. A veces también le gustaba inventarse historias, verosímiles o inverosímiles. No importa, historias. Después de un rato, de un tiempo siempre diferente, se levantaba y salía a las calles. Caminaba hacia algún lugar de la cuidad, tampoco importa qué ciudad. Eso sí, tenía que ser de Europa o de América porque de lo demás no conocía lo suficiente como para que diera igual. Un día tendría que ir a África a ver si le quedaba todo más claro. ¿El qué? No importa. Tenía algo con eso de los orígenes, constantemente intentando descubrir el origen de cada cosa, o de cada cosa que le pareciera importante, curiosa, interesante o divertida, al menos (aunque fuera sólo de voz para afuera).

No hay mucho que contar, en medio de un verano que pronto abdicaría a favor del otoño se iban los días –sus días. Trabajos ocasionales que buscaba con esfuerzo desganado, conversaciones que buscaba y suscitaba como, cuando y con quien fuera (tenía preferencias, pero si éstas no eran posibles fácilmente podía sustituirlas), caminatas largas, a veces necesarias pero mayoritariamente no. Y siempre una habitación (ni muy grande ni muy pequeña) de paredes blancas, esperando. Lo único de valor en ese cubo eran los libros; libros usados de librerías ubicadas en centros pseudo-culturales de diferentes ciudades. Fuera de eso: nada. Ropa, partituras, unos pocos objetos decorativos y más que nada estantes, vacíos sin importar qué tanto tuvieran encima. Una cárcel por la que pagaba un considerable alquiler, en una zona que es mejor no describir y de la cuál huía todos los días tan pronto le era posible y a la cual regresaba casi todos los días postergando el momento tanto como le era posible.

Desde hacía meses todo parecía espera, una larga espera. Los nuevos ciclos se tomaban su tiempo en comenzar. La nostalgia de lugares lejanos y conocidos se instalaba en sus pestañas y más tardes de las que podía contar se condensaba en agua y sal que bajaban enredadas por la cara, por los hombros, por el ombligo, por los muslos. Ni siquiera era tristeza, era nostalgia pura, siempre amenazando con volverse permanente. De haber tenido otro tipo de temperamento, otro tipo de patologías, patrones o discurso, se hubiera olvidado pronto de todos estos procesos sumamente imprácticos, incómodos e inconvenientes. Pero de haber tenido otro temperamento, otro tipo de patologías, patrones o discurso, la situación probablemente nunca hubiera llegado al mismo punto en el que ahora estaba. Una vez más, no importa. Todo era así, y de no haber sido no sería y yo sé que tú sabes que yo sé que sabes.

Y entonces, por qué no, vamos a escuchar a Mozart porque no se puede concentrar. ¿Para hacer qué? No importa, no se puede concentrar y ya está. Tan ariscas las propias voces internas unas con otras. A más de una no le ha gustado la respuesta y se desata una discusión álgida, violenta y, más que nada, sin sentido alguno. Jugando a Alicia en lo que el reloj marca y media y tiene excusa para partir al no sé qué. Obsesivamente puntual, u obsesivamente huyamos-para-no-pensar. Sin embargo, hace unos párrafos he mencionado que le gusta pensar. Así es esto, hay momentos para todas las cosas. Y sin embargo no hay cosas para todos los momentos. Y si las hay pueden ser muy (jodidamente) difíciles de encontrar, no cualquiera. Éste, al menos, no era el caso(o no siempre (o no usualmente)).

Y de camino de regreso a la cárcel blanca, con el afán ya mencionado de postergar, se detiene a llevar a cabo su ritual (también ya mencionado) favorito: tomar un café con leche en el lugarcillo elegido de entre todos los lugarcillos de la zona que más que elegida a consciencia fue resultado de un juego de azares y circunstancias no planeadas. Esta vez no imagina una historia inverosímil. Esta vez simplemente piensa en todos esos ciclos que tan ansiosamente espera y que están a punto de comenzar. Luego se dedica a recordar todos aquellos otros ciclos cuya consistencia líquida la ahogaba hasta hacía poco tiempo. Pensaba en éstas y otras cosas sin sentido. En el fondo sabía que lo que le gustaba era la montaña rusa, sentir por sentir, lo que fuera menos la calma. El histrionismo por el histrionismo mismo. Entonces, en épocas de paz, recurrir a la ansiedad y a la desesperación para fingir que no existe la calma, se convertía en una solución patológicamente fácil. Vamos a provocarnos el vómito porque no nos gusta que nuestros Yos (yoseseseseseses) estén todos en armonía, necesitamos debate interno que sin ése no hay externo. Si las voces no hablan parece que está uno solo. ¿Y a quién le gusta estar solo?

viernes, 10 de agosto de 2012

Del número de días...


Hay días que me levanto y siento, sé, que tengo cincuenta años. Esos días en que sé cosas que preferiría todavía ignorar y que me pesan. Esos días en que me doy cuenta que he ido marcando un camino y que no hay vuelta atrás, todo lo que puedo llegar a aspirar son bifurcaciones y tomar las direcciones adecuadas para la segunda mitad de mi vida –como prefiero llamarlo-, si es que eso existe.

Hay días en que no me puedo levantar, me pesa el cuerpo y tengo catorce años. Esos días en que mi cuerpo cree que sigue creciendo y yo creo que nadie en el mundo me entiende. Entonces, cuando logro levantarme, tengo una guerra contra todo. Quiero comprarme ropa y entrar a los mismos lugares a los que va toda la gente. Ser tan diferente que pueda encajar en todas partes.

Hay días en que mi cabello es gris. Tengo todas las horas a mi disposición para dedicarme a recordar. Se van turnando recuerdos felices o tristes, graciosos o molestos, reales o falsos, y siempre, en todos ellos, la nostalgia de tiempos en cierto modo mejores.

Hay días en que no tengo edad, todo es nuevo. Cualquier cosa que me digan esos días se marcará para siempre en mi memoria porque está en blanco. Un brochazo de pintura intensa y no se podrá borrar. Esos días, sin darme cuenta, necesito de alguien que me cuide, acabo de llegar al mundo.

Hay días en que tengo veinte años. Creo en ideales cuya lógica interna me inunda y hace que el todo y yo, especialmente yo, tengamos sentido. Esos días me dedico a abordar gente y a contarle las conclusiones a las que he llegado, mi idea ni siquiera es convencer, sino hacer realidad todas esas figuras que flotan en el espacio cerca de mí.

Hay días que, de un salto, se me han sumado diez u once años, tengo treinta y pocos. Tengo las cosas tan claras que me confundo. Me doy cuenta de que, sin importar cuánto tiempo tenga delante, hay cosas que ya no podré hacer. Quiero y no quiero restarme años. Me da gusto esta claridad y sin embargo he entendido que el tiempo ha pasado, pasa y seguirá pasando.

Hay días que son pura noche, no he nacido. Mis sentidos están confinados al espacio de un tipo de matriz. Nada me preocupa, me hablan desde afuera palabras que no entiendo. Ni siquiera sé que son palabras. Doy una patada para acomodarme y conmuevo al ente exterior que ha decidido prestarme un espacio dentro de sí para vivir. No hay paz ni guerra en mí, no pienso ni intento explicar nada. Cada vez tengo menos de esos días.

Hay días, los menos, los casi nunca, que entiendo o creo entender que no importa el número de días. Esos días soy tan consciente de las edades que las olvido. No tengo ni cincuenta, ni ochenta, ni menos de uno, ni veinte, ni treinta y pocos; y gracias a que no tengo edad, soy libre y me permito ser. 

lunes, 23 de julio de 2012

De un encuentro...

Hoy me cuesta escribir. Las letras son agujas y por eso lloro. Lloro por dolores en diferentes partes de lo que llamo alma, de la pulpa del yo. Un día mientras camine me encontraré con unos ojos familiares y agacharé la cabeza. Me dolerá saber que son ojos que conocí con todos mis sentidos y que ahora sólo me entran por la vista. Si por casualidad tú también me reconoces, voltearás hacia otro lado. La vitrina por la que pasas a diario se convertirá de pronto en un mostrador de maravillas, los zapatos en rebaja serán tan llamativos como cuadros fauvistas y todo lo que te ayude a borrar de tus retinas la momentánea luz de ese par de esferas que habías pretendido olvidar y no volver a ver, será bienvenido por un instante eterno.

Cuando apartemos la vista -yo del suelo y tú de los maravillosos tacones rojos- y volvamos a mirar hacia el frente, con el corazón al borde de la taquicardia, la adrenalina pinchando la punta de los dedos y otras hormonas segregadas en honor a esos tiempos guardados en armarios grises, sólo habrá espacio frente a nuestros ojos. Incluso si es un viernes por la tarde y la acera está tan concurrida como suele estarlo esos días, sólo podremos ver espacio vacío. Las cabezas de los demás regresarán a la transparencia que tenían en aquellos días y nos encontraremos caminando entre los fantasmas de lo que antes fueron sombras.

Llegarás a casa, te preguntarán qué tal tu día y responderás que bien, que todo bien, lo de siempre. Utilizarás años de práctica de sonrisas desteñidas pero creíbles y mostrarás un poco tus dientecillos blancos en un gesto que ante la mayoría de la gente no te delatará. No se prestará atención a ese brillo que hay detrás de tus pupilas, ni al tono azul lágrima que han adquirido tus iris ese día. Mientras, yo llegaré a casa, me sentaré al lado de la ventana a fumar y tal vez intente escribir. No podrá salir nada bueno porque es un tema demasiado recurrente. Un tema del que todos escriben como si supieran. Me incluyo.

Y así, por varios días, despertaré sabiendo que soñé contigo, evitaré esa calle en donde te vi y tendré uno (o más) nudos en el estómago. Si alguien pregunta, diré que he tenido demasiado trabajo o demasiados exámenes o demasiado de algo. Diré que he tenido demasiado de cualquier cosa antes de decir que he tenido demasiado de ti en la cabeza. Alguna vez te dije que guardaría tu secreto, no pensé que sería de un material tan pesado. Cuando intente sentarme a leer me golpeará claramente tu imagen frente al teclado, después de haber estado jugando al hacker mientras intentabas recordar la contraseña de un correo sucio por el polvo cibernético de tanto tiempo de desuso. Finalmente habrás conseguido abrirlo y te encontrarás con el espacio destinado a escribir(me). Pero no hay nada para decir.

Y luego, después de un tiempo que habremos ocupado en repetir un proceso conocido, lo demás volverá a envolvernos. Volverás a cantar en las mañanas mientras preparas tostadas con mermelada y yo volveré a entender lo que leo. Volverás a las tiendas a atacar rebajas ya que es temporada y yo volveré a los paseos en bicicleta por la ciudad. Los fantasmas de las sombras recuperarán volumen y sustancia y el ruido de las vías se mezclará con sus conversaciones, sus gritos y sus risas. Tomará un poco más de tiempo, pero abandonarás el camino alternativo que habías "descubierto" y volverás al camino corto de siempre, olvidando casi que en tal calle nos cruzamos. Nadie se habrá enterado de nada. Eso a lo que llamamos "la vida", como siempre, seguirá, indiferente a los pequeños encuentros.

domingo, 8 de julio de 2012

De un grito...


Grité y grité y grité. Grité muy fuerte y luego muy quedito. Grité hasta casi llorar por el dolor de garganta, de estómago y de oídos. Grité para sacar del algún modo todo lo que sentía que se estaba pudriendo dentro de mi cabeza. Mi grito era en realidad un vómito de aire y ruido. Mi grito, mi vómito, era frustración, era protesta, era enfado, era sed de venganza, era tristeza, era toda la escoria de las sensaciones. Mi grito lo componían dos, tres, mil, infinitas voces internas unidas y peleadas entre sí. Mi grito era la nota más larga y más melancólica del saxofón más solitario e incomprendido tocando el blues más blues de todos los tiempos. Mi grito ocupaba un espacio en el vacío y un vacío en el espacio.

Grité hasta casi sangrar; hubiera gritado hasta sangrar si no se me hubiera vuelto de noche en la mirada antes.
 
Cuando desperté seguía en esa esquina del mundo más alejada de todo que el pico más hondo o el mar más elevado. Más rechazada mi esquina que las montañas donde deambulan los peces y los océanos en donde los osos buscan panales marinos. Mi esquina, mi rincón olvidado por todos menos por mí. El único lugar en que podía antes encontrarme con mi propio gato de Chesire que dejó de ir porque ya no cabía su sonrisa. Una esquina en donde se encontraban elementos de mi infancia más temprana y elementos tan recientes que parecían el futuro inmediato. Estos elementos se mezclaban formando lo que aparentemente era yo. En esa esquina se encontraban los personajes de los libros que yo había -consciente o inconscientemente- decidido adoptar. En esa esquina se mutilaban voluntariamente para dejarme la parte de ellos que me interesaba y unos pocos me vendían a precio simbólico su alma completa. Desde esa esquina de crímenes e impunidad había gritado yo, mi esquina de la existencia propia absoluta y de la no-existencia de todo lo que no era yo. 

lunes, 2 de julio de 2012

Del verde (U)...


Cada vez que entro a ese baño, lo primero que pienso es: “este baño es demasiado verde”. En realidad no es cierto, no puede serlo. Las paredes, la tina y el váter son blancos; las baldosas y las cortinas son azul cielo; la puerta es marrón y el espejo la dobla; las toallas son de varios colores pero nunca verdes. Lo único verde es el juego que acaba de poner mi casera en el lavabo para colocar el jabón líquido y el de barra, los cepillos y la pasta de dientes. Son cuatro tonterías que hacen que para mí el baño sea demasiado verde.  El verde nunca ha sido mi color favorito. Es más, por lo general no me gusta. Supongo que mi cerebro hace alguna asociación mental entre el verde y algún estado de ánimo, algún suceso, alguna anécdota...

Lo peor es que éste ni siquiera es un verde lorquiano, todo lo contrario: es un verde vulgar y chillón. O así lo siento yo cada vez que entro en las mañanas al baño y al encender la luz me llena violentamente la vista alguno de los cuatro monstruitos (por lo general el del jabón líquido, que es el más grande). Los detesto. No puedo deshacerme de ellos porque no son míos, no es mi baño, no es mi casa. Misma razón por la que no puedo deshacerme de otras tantas cosillas que me parecen clara muestra de mal gusto o de acontecimientos sumamente privados que no me han sido compartidos y que justifican su presencia. De cualquier modo, su función parece ser la de recordarme lo ya mencionado: no es mi casa.

Me mudé a este pueblo porque necesitaba salirme del caos que era mi ciudad… del caos que ES mi ciudad. Había llegado un punto en que ese caos se me había metido ya por los ojos, por las orejas, por la nariz y por la boca. Me había invadido y utilizaba mi cerebro cual ocupa. No había pedido permiso, simplemente se había instalado ahí y parecía gozar de cambiar las cosas de lugar, de hacer nudos de marinero, de abrir puertas que debían estar cerradas y viceversa. Yo había llegado a la conclusión de que o el caos era uno sólo y disfrutaba de violar el sello de privacidad de la gente que se le antojara, o de que eran caos diferentes para cada persona y todos confabulaban para hacer que las mentes caóticas (screwed minds, mejor dicho) se encontraran.

Sea como sea yo había chocado de frente con otro caos andante. Caminando por una avenida grande, a una de las pocas horas del día en que hay poca gente en las calles de mi preciosa y repelente ciudad, con plenty of space to move, chocamos por tener la vista de frente y la mente debajo, arriba, a los costados o todas las anteriores. No fue amor a primera vista ni todo lo contrario. Fue lo que fue, y todavía no sé qué fue. No pasó nada interesante, se me cayeron de la mano un par de libros y pisé su vestido largo y pseudo-hippie. Sí que mis ojos se tomaron su tiempo para recorrer los patrones amarillos y rosas del vestido antes de llegar a esos ojos escondidos detrás de esas gafas tan redondas que sólo le podían quedar bien a ella. Yo en cambio llevaba mis Levi’s  de siempre y una camisa ligera y gris. Probablemente ni siquiera nos hubiéramos dirigido la palabra de no ser porque se detuvo un segundo y sacó de su bolso el mismo libro que se me había caído a mí de la mano (me ahorro el título para no hacer esto demasiado personal). Es probable que nos hayamos reído. Desde ese momento quise que fuera mi amiga, y ella quiso lo mismo.

En realidad no me acuerdo de qué hablamos aquella vez, o quién sugirió ir por un café. Estoy convencida de que ninguna de las dos planeaba nada, al menos no a un nivel consciente. Por mala suerte (o buena suerte, o yo qué sé) las dos teníamos al ocupa jugando al ajedrez con nuestras cabezas, alimentándose de lecturas  con personajes igualmente caóticos, relaciones igualmente patológicas y demás. Pero esos primeros días éramos dos amigas, dos niñas tomando el café, poniéndonos al corriente de los hechos que considerábamos importantes de nuestras existencias como si lleváramos toda la vida conociéndonos (y con la necesidad de hacerlo justamente porque no era así).  No quiero hablar mucho de ella, no quiero decir quién era ni quiénes eran sus padres, no quiero decir qué hacía (aunque tarde o temprano puede que lo diga), no quiero decir muchas cosas porque las tengo demasiado presentes todo el tiempo. No quiero decir su nombre. Prefiero referirme a ella con una letra elegida al azar entre todas las letras… la “U”, porque es vocal y parece tímida.  En realidad porque sí. Siendo coherente en el relato de la historia con la historia misma, todo lo que hacíamos lo hacíamos porque sí, porque nos apetecía, porque queríamos, porque no esperábamos encontrar comprensión ni tolerancia en ninguna parte –principalmente porque no la buscábamos-. No buscábamos nada porque sin buscar habíamos encontrado ya lo que creíamos que nos llenaba. No sé si llamarlo mentira o error. O los dos.

Ni U ni yo estábamos especialmente involucradas en la política, pero como la mayoría de los estudiantes creíamos en un posible cambio. Íbamos a alguna que otra marcha, leíamos a ciertos autores, nos deleitábamos en crear a base de conversaciones sistemas imaginarios que podrían haber funcionado si hubiéramos vivido en la utopía necesaria. Todo lo que hablábamos siempre (incluida la no-política) requería de esa utopía cuya ausencia notábamos como un dolor molesto, siempre ahí, constante pero soportable. Cuando nos reíamos, cuando le daba la mano, cuando se estrellaban nuestras miradas, cuando me cogía de la cintura, cuando todo parecía magia, estaba ese doble fondo que se dejaba ver en el sombrero, la destrucción de una pompa de jabón, Santa Claus con la ropa de papá, un comentario ácido que se burlaba de nosotras.

A decir verdad no teníamos almas revolucionarias. Sin necesidad de decirle nada a la otra, nos encargábamos de averiguar lo suficiente de las marchas y protestas como para asegurarnos de que eran fundamentalmente pacíficas. Éramos anarquistas sólo en nuestra utopía de mesa de café. Por eso mismo toda la historia es aun más triste. Por eso la broma es aun más grotescamente graciosa. Fuimos porque nuestros amigos iban. Fuimos en nombre de nuestra pequeña utopía. Fuimos porque sus gafas y mis pendientes eran claros indicativos de nuestra condición de intelectuales. Fuimos porque cómo no íbamos a ir. Fuimos por todas las razones equivocadas y al mismo tiempo fuimos por todas las razones correctas.

Íbamos riendo y hablando bien fuerte, como casi todos a nuestro alrededor. Cientos de estudiantes medio caminando, medio saltando, en grupos de dos, de tres y a fin de cuentas en un enorme grupo de más de trescientas personas. Éramos un líquido revolucionario-burgués. El llamado había dejado muy claro que era un movimiento pacífico… PA-CÍ-FI-CO. Lástima que nos enteramos nosotros pero no las macanas. Esas macanas que llegaron al caer la tarde. El sol las ponía rojas rojas rojas, como si estuvieran muy calientes y por tanto quemaran. En realidad, quemaban. Cuando se hizo el recuento de nuestro “movimiento”, se contaron varias ventanas rotas, coches con los cofres hundidos, cosas quemadas, cafés asaltados y tres muertos. Sólo se olvidó decir que los estragos corrieron por parte de las macanas. Se les olvidó. Igual que se les olvidó decir que U era estudiante, que U llevaba unas bonitas gafas redondas de montura gruesa, que su vestido no era en realidad rojo.  Se les olvidaron tantas cosas. Y por eso mismo soy yo quien tiene que recordarlas siempre. Cargar con ellas siempre. Ver el verde y acordarme del logo de un partido político detrás de unas macanas intolerantes.

Huyo, pero lo que dice Cavafis es cierto: “No hay tierra nueva, amigo mío, pues la ciudad te seguirá[…]”. Y me sigue. El problema es que los muertos se olvidan. Los cristales rotos de las ventanas importan más que los cristales de las gafas, el símbolo de la alteración del orden vale más que el símbolo de la represión. Al final no importa quién rompió qué, el punto es que no se vuelva a romper. Más vale cerrar la boca y mirar a otro lado. Siempre es mejor mirar a otro lado. Siendo mudos somos intocables. ¿No?

U preciosa, me acuerdo de ti todas las mañanas cuando el verde me ataca. Me acuerdo de tus ojos detrás de las gafas y me acuerdo de las gafas. Me acuerdo de los días felices aun en medio de la podredumbre de eso que llamaban patria y me acuerdo de las últimas miradas justo antes de que esa podredumbre nos alcanzara con gritos, golpes y agua a presión. Y quienes quieran olvidarse del olor insoportable de esos días bajo los cuales crecía y se gestaba un hervidero de moscas y mierda, que se olviden, no los culpo. Yo prefiero intentar olvidar de dónde vengo, evitar los espejos para no recordar mi imagen, cerrar los ojos para no verte en ellos.

domingo, 17 de junio de 2012

De los fragmentos...


Tú miras, tú tocas, tú sientes. Yo escucho, yo huelo, yo creo. Tú corres. Yo nado.  Tú sonríes, tú lloras. Yo río, yo grito. Tú estudias, tú lees, tú piensas. Yo pinto, yo canto, yo escribo. Tú hablas. Yo callo. Tú ignoras. Yo sé. Tú volteas. Yo observo. Tú actúas. Yo recuerdo. Tú olvidas. Yo entiendo. Tú sabes idiomas de países. Yo sé lenguajes universales. Tú bailas. Yo tropiezo. Tú debates. Yo peleo. Tú perdonas. Yo beso. Tú abrazas. Yo acaricio. Tú vives. Yo existo. Tú mueres. Yo duermo. Tú sueñas. Yo despierto.  Tú imaginas. Yo invento. Tú descubres. Yo aprendo.  Hoy somos esto; mañana todo lo contrario. O no.

Nos mezclamos. Creemos que nos mezclamos. Nos complementamos. Queremos creer que nos complementamos. Buscamos una totalidad, una unidad; por instantes la alcanzamos. O no. Una ventana en los ojos nos deja ver que estamos incompletos. Te asustas, huyo. Ves una sombra, yo veo un reflejo. Ambos de nosotros mismos. No podemos complementarnos. Nos damos cuenta de nuestra incapacidad para ser piezas. No somos piezas. No hay un todo.

Tú miras. Yo miro. Tú tocas. Yo toco. Tú sientes. Yo siento. Escuchamos, olemos, corremos y nadamos. Tú sonríes. Yo río. Tú lloras. Yo grito. Estudiamos, leemos, pensamos. Pintamos, cantamos, escribimos. Tú hablas. Yo callo. Tú ignoras. Te explico. Volteamos, observamos, actuamos. Recordamos, olvidamos y entendemos. Sabemos idiomas y lenguajes de ningún lugar. Bailamos, tropezamos. Tú debates. Yo peleo. Tú perdonas. Besamos, abrazamos. Yo acaricio. Vivimos, existimos, morimos, dormimos. Tú sueñas. Despertamos, imaginamos. Yo invento. Descubrimos, aprendemos. ¿Qué somos hoy? No hay un todo. O sí.

Nos fundimos sin mezclarnos. Creemos que no nos mezclamos. No buscamos nada. Lo encontramos. O no. Una puerta en los cuerpos nos deja entrar en lo inacabado. Somos obras sin terminar. Te ríes, grito. Escuchas una voz, yo un aullido. Ambos del otro. No podemos no mezclarnos. Percibimos una combinación heterogénea. No somos elementos. Somos un todo en la soledad de la que escapamos. Luego no. Nos mutilamos al buscar la unidad. No hay una unidad.

Tú miras. Yo miro. Miramos el mismo punto y no vemos lo mismo. Tú sientes. Yo siento. Vivimos el mismo momento y no sentimos lo mismo. Tú sonríes cuando yo río. Tú lloras cuando yo grito. Yo callo cuando tú hablas. Yo te explico cuando tú ignoras. Has recordado lo que yo olvidé. Has actuado mientras yo sólo observaba. Sabemos y sabemos y sabemos y no nos sirve de nada. Hablamos el mismo idioma y tantas veces no podemos entendernos. No te entiendo. Tú me enseñas. Yo aprendo. Tú guías. Yo invento lo que tú imaginas. Tú sueñas que yo existo. Cuando despierto mueres. Luego creemos que vivimos. Vivimos. O no.

Carezco. Te falta. Lloras. Grito. Sonríes. Río. Somos fragmentos de nosotros mismos. El caleidoscopio se ha roto. Siempre ha estado roto. Los fragmentos de cristal caen al suelo estéril, estéril como nuestros intentos de unidad. Río más. No entiendes. Eres azul. Soy rojo o amarillo. Nos acercamos, nos superponemos, somos violeta, verde, naranja, blanco y negro. Ahora entiendes. 

domingo, 10 de junio de 2012

Del viento...


Fue una de las primaveras más agobiantes que recuerdo. Esas temperaturas me parecían de otra estación y de otro país, al menos de otra ciudad con menos elementos citadinos: menos edificios, menos coches, menos gente… o tal vez todo eso estaba en su lugar y el único elemento que sobraba era yo. Demasiado yo para un territorio que parecía tan grande pero era en realidad tan reducido. Una jaula ya que se le mira de cerca. Una jaula que probablemente era mi propio cuerpo y no el cuerpo formado por el ladrillo, el concreto, el hierro y demás materiales de construcción. Una jaula que me hacía sentir constantemente al borde de la implosión.

Es por eso que cuando llegaba el viento yo sentía que me deshacía con sus caricias. Tenía ganas de irme con él, sin preguntar, sólo dejarme ir. Se me metía por debajo de la falda, entre el cabello, en el escote y me daba la vuelta, me recorría entera con manos de concertista que conoce la presión, el ritmo y la interpretación adecuados. Era un deleite que me dejaba sumamente triste. Se iba y me dejaba con el corazón y el pelo alborotados. Un amante cruel. El amante que desata y se ríe de la histeria, que hace que las peticiones más sobrias parezcan caprichos.

Lo más difícil de explicar es, sin duda, la sensación de que era el viento (paradójicamente) mi mayor apoyo. Las únicas veces que sabía que me podía dejar ir y que alguien me sostendría, era cuando le daba por una de sus visitas. Había días que parecía que se quedaría, su presencia constante en apariencia indiferente al paso de las horas. Sin embargo no era así, no se quedaba. Esos días se acababan y los pocos árboles de la ciudad y yo nos quedábamos como esperando algo que no llegaba. Y esa espera se traducía ineludiblemente en soledad.

No me gusta hablar mal de la soledad, creo que es sumamente incomprendida. Su existencia es una constante contradicción. Se busca su compañía cuando no quiere venir y se le rechaza cuando visita voluntariamente. El colega que sabe pero cuya presencia tiende a incomodar, el que nos dice cosas ciertas de nosotros mismos, nos señala nuestros errores y nos obliga a una reflexión real. El colega que nos obliga a conocernos más y por ello la mayoría de las veces evitamos su pútrida presencia, su sabor amargo, su color desagradablemente sobrio. Sin embargo, cuántas veces buscamos su abrazo suave y su piel lisa y fresca cuando nos encontramos entre tantas otras pieles pegajosas de tanto sudor, mentiras, rutina e intromisión.

Al final yo agradecía la inconsistencia de mi viento adorado, de haberse quedado le hubiera repelido como tantas otras veces lo había hecho con amantes y amigos. Mi involucración con el ciclo de la soledad era alta. Una relación de amor-odio siempre presente. Buscaba desesperadamente esa piel cuando me daba cuenta que me costaba sentir mi propia piel. La buscaba cuando mis acciones comenzaban a parecerme ajenas, cuando de pronto sentía que era una desconocida la que guiaba mi vida. Y me lanzaba a sus brazos, la besaba desesperadamente intentando hacerla mía. Este juego duraba hasta que volvía mi capacidad de reconocerme, hasta que convivía lo suficiente con la extraña que habitaba dentro de mí como para que regresáramos a la unidad. Entonces venía el siguiente paso del ciclo: el rechazo. El escupitajo en el rostro de quien había acudido pesarosamente a mi llamado y que ahora no quería irse. La recriminación al tercero en una relación que no puede por ningún motivo quedarse una vez que el primero y el segundo han vuelto a unirse. En mi vida no tenían cabida las cosas pares. Éramos o tres o una. O tres o yo… y yo y yo. Y únicamente por esa primavera también el viento. El viento y una que otra cosa dulce -siempre y cuando tuviera al final un deje amargo. El deje amargo de no dejarse consumir, de no dejarme consumirle, de ser insustancial como el viento y sonreírme poco y sólo cuando no lo pidiera. Sólo eso me aseguraba que tampoco esperaba una sonrisa de mí, que tampoco esperaba algo de vuelta. Sólo la inconsistencia ajena podía justificar la mía. 

lunes, 19 de marzo de 2012

De las peceras...

Salió del apartamento y caminó calle abajo. Después de caminar alrededor de cinco minutos se encontró justo enfrente de las escaleras del metro. Una… dos… tres paradas y bajó en automático. Salió, el aire frío lastimaba. Se ajustó el abrigo cubriendo casi la mitad de la cara. Caminaba viendo las lozas sin realmente mirarlas. Le eran tan ajenas. Todo le era tan ajeno.
Había días que se levantaba, de esos días en que no hay mucho que hacer y la vida parece tranquila, y al ver hacia la ventana: lloraba. Lloraba por lo ajeno que se sentía. Esa ciudad tan bonita detrás de las ventanas no era suya. Y la otra, la no tan bonita (no se atrevería jamás a llamarla fea de nuevo), si no era suya al menos sí tenía todo lo suyo. Su casa, sus calles, su cuarto, sus libros (la mayoría de ellos al menos), su cama, sus ventanas, su ciudad detrás de sus ventanas y sus caras conocidas. Sus caras queridas. Cuán queridas.
De cualquier modo, ese no era uno de los días en que lloraba viendo a la ventana. Ese era un día un poco diferente, no mucho, pero sí un poco. Era día de acuario, cosa que sucedía cada tres o cuatro semanas. Ya que la mayoría de los museos son gratis en domingo, intentaba siempre aprovechar la circunstancia. Y aunque el acuario no fuera propiamente un museo, entraba en la promoción. Por lo general hacía el esfuerzo por conocer nuevos museos aunque estuvieran lejos, o ver nuevas exposiciones, o algo diferente. Sin embargo, el acuario se repetía con cierta regularidad (aunque cada vez más). Era como el postre. Siempre sentía, al ir a otros museos, que estaba cumpliendo con un tipo de obligación auto-impuesta. Como comer el plato de verduras para llegar al helado.
Algunos de los otros museístas (en este caso acuaristas) se cuidaban muy bien de guardar las distancias con el tipo raro de la pecera grande, ese que se quedaba tanto tiempo casi pegado al cristal y que de vez en cuando se reía quedito –o no tan quedito. Otros ni lo veían, los más en realidad. Los guardias y guías del museo ya lo conocían y no se inmutaban en lo más mínimo. Incluso había una chica, que cuando coincidían, le conseguía silla, y en una ocasión en que hacía frío por un problema con la calefacción, le consiguió también una mantilla.
Nadie en su ciudad, en la no tan bonita, sabía de esta costumbrilla. A saber si se hubieran alterado o si lo hubieran encontrado gracioso, como tantas otras cosas que hacía a las que ya estaban acostumbrados. Curioso que en verdad los hacía partícipes de todo menos eso, al menos de todo lo que valoraba o consideraba importante, simpático, triste, preocupante, impresionante o emotivo de cualquier modo. Pero de eso no. Era como su secreto. Era como si nadie más supiera del acuario, para él todos los demás acuaristas eran en realidad sombras. En su mayoría sombras brutas e insensibles que ignoraban lo más bello para poner atención a lo más ordinario. Sombras que invariablemente golpeaban los cristales y se reían cuando todos los peces reaccionaban al beat. Sombras que admiraban las cosas por su tamaño y no por su detalle; la trucha gigante en vez de las anémonas de colores. Sombras que no se quedaban suficiente tiempo frente al cristal negro como para ver que las lucecillas que brillaban dentro eran medusas u otros animales de las profundidades con luz propia. Qué asco de sombras.
Él, cada vez, recorría pausadamente el acuario, daba a cada pecera por más chica o grande, una parte de su tiempo. Pero al final le gustaba regresar a la pecera grande y quedarse ahí el resto de su día. Regresaba a ella no por grande sino porque ese tamaño le daba la posibilidad de la variedad. Le resultaba hilarante lo claramente que se podía ver la vida después de observar la pecera, por eso a veces se reía. Se daba cuenta que la gente no era tan diferente de los peces. Que era todo igual de básico. La ley de Herodes controlada al igual que el ambiente es controlado en la pecera para que el tiburón no mate a todos los pececillos de colores y ese tipo de cosas. Resultaría cansino decirlo por lo obvio que es nada más pensarlo un poco.  
Se sentía en paz después de cada una de estas visitas. Se sentía menos ajeno. Entendía que la gente era igual en todas partes, que la gente de la ciudad bonita era en esencia igual a la de su ciudad no tan bonita. Entendía que la única distinción la hacía él. En pocas palabras era como ir a una sesión de optimismo puro, de superación personal. El problema es que siempre se le terminaba olvidando. Con el tiempo cada vez pasaba más rápido. Últimamente, regresaba a sus lágrimas a los dos o tres días de haber suministrado su dosis acuárica. Cuando iba, los guías tenían que pedirle, casi forzarle a que saliera a la hora del cierre. Inclusive un par de veces le habían dicho que se alejara un poco de la pecera porque estaba tan pegado al cristal que no permitía a los demás acuaristas apreciarla en su totalidad. Empezaba a sentir que su “hobbie” se le iba de las manos. Se daba cuenta que ya cuando veía a sus peces favoritos perdía un poco el control. Le entraban ganas de atravesar el cristal, de volverse un pez o un alga o lo que fuera con tal de estar dentro de ese ambiente tan controlado y tan simple. Quería estar en ese lugar en que las cosas eran tan claras y tan bonitas.
Qué triste cuando llegó y lo encontró cerrado. Qué desesperación. El guardia, que lo conocía, le explicó que la pecera grande se había roto por un problema de presión bla bla bla. No escuchó nada a partir de ahí. Se había roto. El mundo controlado, el mundo bonito, el mundo simple, el mundo se había roto. No podía ser, el mundo no podía romperse así nada más. Porque ¿cuál era la metáfora para eso? ¿O al revés: de qué era eso la metáfora, el paralelismo? ¿Cuál era el mundo? La ciudad bonita no podía ser el mundo, porque era sólo una ciudad. La pecera parecía mucho más completa, era tan tangible… y se había roto. Se había roto la pecera y con ella todo se había roto. Él se había roto por dentro, o terminado de romper. Para fines prácticos: lo mismo. Pero algo tenía que ser coherente en ese caos. Tenía que encontrar la coherencia. Qué desequilibrio. Eso no podía ser. Él, que siempre había buscado la unidad, no podía romperse sólo de dentro.  Entendía su misión. Era el único capaz de regresar el orden al mundo porque era el único que lo veía. Las sombras no podían romperse porque eran nada, eran materia oscura, insustancial, incompleta.
Y así se quedó, cavilando. El guardia siguió hablando por varios minutos bla bla bla los peces estaban bien. ¿Qué peces? Bla bla bla tan sólo había sido una pequeña fuga, nada grave. Bla bla bla en un par de horas estaría abierto. Pero las palabras ya no lo alcanzaron, la decisión, la ruptura estaba hecha. Si acaso era cuestión de tiempo, no se podía culpar al guardia por empezar la noticia tan alarmistamente. Nada de investigación por homicidio. En una carta dirigida a una persona sin cara en una ciudad no tan bonita, sólo decía que alguien tenía que hacerse cargo de unos gastos, de unas cosas, de un entierro, de todo. Ninguna noticia de la pecera, ninguna sombra acuarista que relacionara ambos hechos o siquiera recordara al “hombre de la pecera grande”. Nada ni nadie en esa ciudad bonita y ajena.