MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

lunes, 23 de julio de 2012

De un encuentro...

Hoy me cuesta escribir. Las letras son agujas y por eso lloro. Lloro por dolores en diferentes partes de lo que llamo alma, de la pulpa del yo. Un día mientras camine me encontraré con unos ojos familiares y agacharé la cabeza. Me dolerá saber que son ojos que conocí con todos mis sentidos y que ahora sólo me entran por la vista. Si por casualidad tú también me reconoces, voltearás hacia otro lado. La vitrina por la que pasas a diario se convertirá de pronto en un mostrador de maravillas, los zapatos en rebaja serán tan llamativos como cuadros fauvistas y todo lo que te ayude a borrar de tus retinas la momentánea luz de ese par de esferas que habías pretendido olvidar y no volver a ver, será bienvenido por un instante eterno.

Cuando apartemos la vista -yo del suelo y tú de los maravillosos tacones rojos- y volvamos a mirar hacia el frente, con el corazón al borde de la taquicardia, la adrenalina pinchando la punta de los dedos y otras hormonas segregadas en honor a esos tiempos guardados en armarios grises, sólo habrá espacio frente a nuestros ojos. Incluso si es un viernes por la tarde y la acera está tan concurrida como suele estarlo esos días, sólo podremos ver espacio vacío. Las cabezas de los demás regresarán a la transparencia que tenían en aquellos días y nos encontraremos caminando entre los fantasmas de lo que antes fueron sombras.

Llegarás a casa, te preguntarán qué tal tu día y responderás que bien, que todo bien, lo de siempre. Utilizarás años de práctica de sonrisas desteñidas pero creíbles y mostrarás un poco tus dientecillos blancos en un gesto que ante la mayoría de la gente no te delatará. No se prestará atención a ese brillo que hay detrás de tus pupilas, ni al tono azul lágrima que han adquirido tus iris ese día. Mientras, yo llegaré a casa, me sentaré al lado de la ventana a fumar y tal vez intente escribir. No podrá salir nada bueno porque es un tema demasiado recurrente. Un tema del que todos escriben como si supieran. Me incluyo.

Y así, por varios días, despertaré sabiendo que soñé contigo, evitaré esa calle en donde te vi y tendré uno (o más) nudos en el estómago. Si alguien pregunta, diré que he tenido demasiado trabajo o demasiados exámenes o demasiado de algo. Diré que he tenido demasiado de cualquier cosa antes de decir que he tenido demasiado de ti en la cabeza. Alguna vez te dije que guardaría tu secreto, no pensé que sería de un material tan pesado. Cuando intente sentarme a leer me golpeará claramente tu imagen frente al teclado, después de haber estado jugando al hacker mientras intentabas recordar la contraseña de un correo sucio por el polvo cibernético de tanto tiempo de desuso. Finalmente habrás conseguido abrirlo y te encontrarás con el espacio destinado a escribir(me). Pero no hay nada para decir.

Y luego, después de un tiempo que habremos ocupado en repetir un proceso conocido, lo demás volverá a envolvernos. Volverás a cantar en las mañanas mientras preparas tostadas con mermelada y yo volveré a entender lo que leo. Volverás a las tiendas a atacar rebajas ya que es temporada y yo volveré a los paseos en bicicleta por la ciudad. Los fantasmas de las sombras recuperarán volumen y sustancia y el ruido de las vías se mezclará con sus conversaciones, sus gritos y sus risas. Tomará un poco más de tiempo, pero abandonarás el camino alternativo que habías "descubierto" y volverás al camino corto de siempre, olvidando casi que en tal calle nos cruzamos. Nadie se habrá enterado de nada. Eso a lo que llamamos "la vida", como siempre, seguirá, indiferente a los pequeños encuentros.

domingo, 8 de julio de 2012

De un grito...


Grité y grité y grité. Grité muy fuerte y luego muy quedito. Grité hasta casi llorar por el dolor de garganta, de estómago y de oídos. Grité para sacar del algún modo todo lo que sentía que se estaba pudriendo dentro de mi cabeza. Mi grito era en realidad un vómito de aire y ruido. Mi grito, mi vómito, era frustración, era protesta, era enfado, era sed de venganza, era tristeza, era toda la escoria de las sensaciones. Mi grito lo componían dos, tres, mil, infinitas voces internas unidas y peleadas entre sí. Mi grito era la nota más larga y más melancólica del saxofón más solitario e incomprendido tocando el blues más blues de todos los tiempos. Mi grito ocupaba un espacio en el vacío y un vacío en el espacio.

Grité hasta casi sangrar; hubiera gritado hasta sangrar si no se me hubiera vuelto de noche en la mirada antes.
 
Cuando desperté seguía en esa esquina del mundo más alejada de todo que el pico más hondo o el mar más elevado. Más rechazada mi esquina que las montañas donde deambulan los peces y los océanos en donde los osos buscan panales marinos. Mi esquina, mi rincón olvidado por todos menos por mí. El único lugar en que podía antes encontrarme con mi propio gato de Chesire que dejó de ir porque ya no cabía su sonrisa. Una esquina en donde se encontraban elementos de mi infancia más temprana y elementos tan recientes que parecían el futuro inmediato. Estos elementos se mezclaban formando lo que aparentemente era yo. En esa esquina se encontraban los personajes de los libros que yo había -consciente o inconscientemente- decidido adoptar. En esa esquina se mutilaban voluntariamente para dejarme la parte de ellos que me interesaba y unos pocos me vendían a precio simbólico su alma completa. Desde esa esquina de crímenes e impunidad había gritado yo, mi esquina de la existencia propia absoluta y de la no-existencia de todo lo que no era yo. 

lunes, 2 de julio de 2012

Del verde (U)...


Cada vez que entro a ese baño, lo primero que pienso es: “este baño es demasiado verde”. En realidad no es cierto, no puede serlo. Las paredes, la tina y el váter son blancos; las baldosas y las cortinas son azul cielo; la puerta es marrón y el espejo la dobla; las toallas son de varios colores pero nunca verdes. Lo único verde es el juego que acaba de poner mi casera en el lavabo para colocar el jabón líquido y el de barra, los cepillos y la pasta de dientes. Son cuatro tonterías que hacen que para mí el baño sea demasiado verde.  El verde nunca ha sido mi color favorito. Es más, por lo general no me gusta. Supongo que mi cerebro hace alguna asociación mental entre el verde y algún estado de ánimo, algún suceso, alguna anécdota...

Lo peor es que éste ni siquiera es un verde lorquiano, todo lo contrario: es un verde vulgar y chillón. O así lo siento yo cada vez que entro en las mañanas al baño y al encender la luz me llena violentamente la vista alguno de los cuatro monstruitos (por lo general el del jabón líquido, que es el más grande). Los detesto. No puedo deshacerme de ellos porque no son míos, no es mi baño, no es mi casa. Misma razón por la que no puedo deshacerme de otras tantas cosillas que me parecen clara muestra de mal gusto o de acontecimientos sumamente privados que no me han sido compartidos y que justifican su presencia. De cualquier modo, su función parece ser la de recordarme lo ya mencionado: no es mi casa.

Me mudé a este pueblo porque necesitaba salirme del caos que era mi ciudad… del caos que ES mi ciudad. Había llegado un punto en que ese caos se me había metido ya por los ojos, por las orejas, por la nariz y por la boca. Me había invadido y utilizaba mi cerebro cual ocupa. No había pedido permiso, simplemente se había instalado ahí y parecía gozar de cambiar las cosas de lugar, de hacer nudos de marinero, de abrir puertas que debían estar cerradas y viceversa. Yo había llegado a la conclusión de que o el caos era uno sólo y disfrutaba de violar el sello de privacidad de la gente que se le antojara, o de que eran caos diferentes para cada persona y todos confabulaban para hacer que las mentes caóticas (screwed minds, mejor dicho) se encontraran.

Sea como sea yo había chocado de frente con otro caos andante. Caminando por una avenida grande, a una de las pocas horas del día en que hay poca gente en las calles de mi preciosa y repelente ciudad, con plenty of space to move, chocamos por tener la vista de frente y la mente debajo, arriba, a los costados o todas las anteriores. No fue amor a primera vista ni todo lo contrario. Fue lo que fue, y todavía no sé qué fue. No pasó nada interesante, se me cayeron de la mano un par de libros y pisé su vestido largo y pseudo-hippie. Sí que mis ojos se tomaron su tiempo para recorrer los patrones amarillos y rosas del vestido antes de llegar a esos ojos escondidos detrás de esas gafas tan redondas que sólo le podían quedar bien a ella. Yo en cambio llevaba mis Levi’s  de siempre y una camisa ligera y gris. Probablemente ni siquiera nos hubiéramos dirigido la palabra de no ser porque se detuvo un segundo y sacó de su bolso el mismo libro que se me había caído a mí de la mano (me ahorro el título para no hacer esto demasiado personal). Es probable que nos hayamos reído. Desde ese momento quise que fuera mi amiga, y ella quiso lo mismo.

En realidad no me acuerdo de qué hablamos aquella vez, o quién sugirió ir por un café. Estoy convencida de que ninguna de las dos planeaba nada, al menos no a un nivel consciente. Por mala suerte (o buena suerte, o yo qué sé) las dos teníamos al ocupa jugando al ajedrez con nuestras cabezas, alimentándose de lecturas  con personajes igualmente caóticos, relaciones igualmente patológicas y demás. Pero esos primeros días éramos dos amigas, dos niñas tomando el café, poniéndonos al corriente de los hechos que considerábamos importantes de nuestras existencias como si lleváramos toda la vida conociéndonos (y con la necesidad de hacerlo justamente porque no era así).  No quiero hablar mucho de ella, no quiero decir quién era ni quiénes eran sus padres, no quiero decir qué hacía (aunque tarde o temprano puede que lo diga), no quiero decir muchas cosas porque las tengo demasiado presentes todo el tiempo. No quiero decir su nombre. Prefiero referirme a ella con una letra elegida al azar entre todas las letras… la “U”, porque es vocal y parece tímida.  En realidad porque sí. Siendo coherente en el relato de la historia con la historia misma, todo lo que hacíamos lo hacíamos porque sí, porque nos apetecía, porque queríamos, porque no esperábamos encontrar comprensión ni tolerancia en ninguna parte –principalmente porque no la buscábamos-. No buscábamos nada porque sin buscar habíamos encontrado ya lo que creíamos que nos llenaba. No sé si llamarlo mentira o error. O los dos.

Ni U ni yo estábamos especialmente involucradas en la política, pero como la mayoría de los estudiantes creíamos en un posible cambio. Íbamos a alguna que otra marcha, leíamos a ciertos autores, nos deleitábamos en crear a base de conversaciones sistemas imaginarios que podrían haber funcionado si hubiéramos vivido en la utopía necesaria. Todo lo que hablábamos siempre (incluida la no-política) requería de esa utopía cuya ausencia notábamos como un dolor molesto, siempre ahí, constante pero soportable. Cuando nos reíamos, cuando le daba la mano, cuando se estrellaban nuestras miradas, cuando me cogía de la cintura, cuando todo parecía magia, estaba ese doble fondo que se dejaba ver en el sombrero, la destrucción de una pompa de jabón, Santa Claus con la ropa de papá, un comentario ácido que se burlaba de nosotras.

A decir verdad no teníamos almas revolucionarias. Sin necesidad de decirle nada a la otra, nos encargábamos de averiguar lo suficiente de las marchas y protestas como para asegurarnos de que eran fundamentalmente pacíficas. Éramos anarquistas sólo en nuestra utopía de mesa de café. Por eso mismo toda la historia es aun más triste. Por eso la broma es aun más grotescamente graciosa. Fuimos porque nuestros amigos iban. Fuimos en nombre de nuestra pequeña utopía. Fuimos porque sus gafas y mis pendientes eran claros indicativos de nuestra condición de intelectuales. Fuimos porque cómo no íbamos a ir. Fuimos por todas las razones equivocadas y al mismo tiempo fuimos por todas las razones correctas.

Íbamos riendo y hablando bien fuerte, como casi todos a nuestro alrededor. Cientos de estudiantes medio caminando, medio saltando, en grupos de dos, de tres y a fin de cuentas en un enorme grupo de más de trescientas personas. Éramos un líquido revolucionario-burgués. El llamado había dejado muy claro que era un movimiento pacífico… PA-CÍ-FI-CO. Lástima que nos enteramos nosotros pero no las macanas. Esas macanas que llegaron al caer la tarde. El sol las ponía rojas rojas rojas, como si estuvieran muy calientes y por tanto quemaran. En realidad, quemaban. Cuando se hizo el recuento de nuestro “movimiento”, se contaron varias ventanas rotas, coches con los cofres hundidos, cosas quemadas, cafés asaltados y tres muertos. Sólo se olvidó decir que los estragos corrieron por parte de las macanas. Se les olvidó. Igual que se les olvidó decir que U era estudiante, que U llevaba unas bonitas gafas redondas de montura gruesa, que su vestido no era en realidad rojo.  Se les olvidaron tantas cosas. Y por eso mismo soy yo quien tiene que recordarlas siempre. Cargar con ellas siempre. Ver el verde y acordarme del logo de un partido político detrás de unas macanas intolerantes.

Huyo, pero lo que dice Cavafis es cierto: “No hay tierra nueva, amigo mío, pues la ciudad te seguirá[…]”. Y me sigue. El problema es que los muertos se olvidan. Los cristales rotos de las ventanas importan más que los cristales de las gafas, el símbolo de la alteración del orden vale más que el símbolo de la represión. Al final no importa quién rompió qué, el punto es que no se vuelva a romper. Más vale cerrar la boca y mirar a otro lado. Siempre es mejor mirar a otro lado. Siendo mudos somos intocables. ¿No?

U preciosa, me acuerdo de ti todas las mañanas cuando el verde me ataca. Me acuerdo de tus ojos detrás de las gafas y me acuerdo de las gafas. Me acuerdo de los días felices aun en medio de la podredumbre de eso que llamaban patria y me acuerdo de las últimas miradas justo antes de que esa podredumbre nos alcanzara con gritos, golpes y agua a presión. Y quienes quieran olvidarse del olor insoportable de esos días bajo los cuales crecía y se gestaba un hervidero de moscas y mierda, que se olviden, no los culpo. Yo prefiero intentar olvidar de dónde vengo, evitar los espejos para no recordar mi imagen, cerrar los ojos para no verte en ellos.