Hay días que me levanto y siento, sé, que tengo cincuenta
años. Esos días en que sé cosas que preferiría todavía ignorar y que me pesan.
Esos días en que me doy cuenta que he ido marcando un camino y que no hay
vuelta atrás, todo lo que puedo llegar a aspirar son bifurcaciones y tomar las
direcciones adecuadas para la segunda mitad de mi vida –como prefiero llamarlo-,
si es que eso existe.
Hay días en que no me puedo levantar, me pesa el cuerpo y
tengo catorce años. Esos días en que mi cuerpo cree que sigue creciendo y yo
creo que nadie en el mundo me entiende. Entonces, cuando logro levantarme,
tengo una guerra contra todo. Quiero comprarme ropa y entrar a los mismos
lugares a los que va toda la gente. Ser tan diferente que pueda encajar en
todas partes.
Hay días en que mi cabello es gris. Tengo todas las horas a
mi disposición para dedicarme a recordar. Se van turnando recuerdos felices o
tristes, graciosos o molestos, reales o falsos, y siempre, en todos ellos, la
nostalgia de tiempos en cierto modo mejores.
Hay días en que no tengo edad, todo es nuevo. Cualquier cosa
que me digan esos días se marcará para siempre en mi memoria porque está en
blanco. Un brochazo de pintura intensa y no se podrá borrar. Esos días, sin
darme cuenta, necesito de alguien que me cuide, acabo de llegar al mundo.
Hay días en que tengo veinte años. Creo en ideales cuya
lógica interna me inunda y hace que el todo y yo, especialmente yo, tengamos
sentido. Esos días me dedico a abordar gente y a contarle las conclusiones a
las que he llegado, mi idea ni siquiera es convencer, sino hacer realidad todas
esas figuras que flotan en el espacio cerca de mí.
Hay días que, de un salto, se me han sumado diez u once
años, tengo treinta y pocos. Tengo las cosas tan claras que me confundo. Me doy
cuenta de que, sin importar cuánto tiempo tenga delante, hay cosas que ya no
podré hacer. Quiero y no quiero restarme años. Me da gusto esta claridad y sin
embargo he entendido que el tiempo ha pasado, pasa y seguirá pasando.
Hay días que son pura noche, no he nacido. Mis sentidos
están confinados al espacio de un tipo de matriz. Nada me preocupa, me hablan
desde afuera palabras que no entiendo. Ni siquiera sé que son palabras. Doy una
patada para acomodarme y conmuevo al ente exterior que ha decidido prestarme un
espacio dentro de sí para vivir. No hay paz ni guerra en mí, no pienso ni
intento explicar nada. Cada vez tengo menos de esos días.
Hay días, los menos, los casi nunca, que entiendo o creo
entender que no importa el número de días. Esos días soy tan consciente de las
edades que las olvido. No tengo ni cincuenta, ni ochenta, ni menos de uno, ni
veinte, ni treinta y pocos; y gracias a que no tengo edad, soy libre y me
permito ser.