Con la
luz fragmentándose en hexágonos y la respiración dividiéndose entre la nariz y
los pulmones en partes imposibles de inhalar, me di cuenta del lugar al que
había llegado. Recuerdo el momento en el que volteé a verte y me sonreíste con
colmillos importados de Chesire. El ciclo de los colores emitidos por cientos
de leds agrupados en lámparas
giratorias vibrando a un ritmo repetido innumerables veces sin compás, circular
todo el rato, metiéndose por los poros y saliendo en listones e hilos morados
como la masa de las palabras.
Cuando te reías, cuando nos reíamos, entendía por fin, a instantes, la consistencia de las carcajadas. No eran risas reales, eran risas de un sueño, manipuladas por una rata que estaba también en los carteles del escenario, burlándose de nosotros todo el tiempo. Se burlaba casi tanto como esa estrella (¿o era un planeta?) que desde el comienzo de la noche apostó con la luna que podía penetrarnos las retinas mucho más que ése o cualquier otro satélite, sinvergüenza. No le importaba en lo más mínimo dañar por completo la imagen global y dar una apariencia de carpa, de techito de plástico, al resto del cielo.
Tan
abiertas tenía las pupilas que sabía que podías leerme los pensamientos.
Entraba tanta luz a mi cabeza que quedaban iluminados hasta los últimos
rincones, hasta los rincones olvidados. Cualquiera que lo hubiera intentado
hubiera podido ver, como en una película de cinta magnética, la historia de mi
vida (o al menos mi versión de ella). El único requisito era ser parte del sueño,
poder fundirse con el humo que se fusionaba con las nubes de casi principios de
octubre. Puede que tú tuvieras frío, pero al lugar al que yo había llegado, no
había llegado aún el otoño. Incluso cuando sentía el aire helado de la
madrugada restregarse contra mi piel, lo que me asustaba no era eso sino ver el
suelo desintegrarse con agua de lluvias pasadas, lluvias y orina de otros días
mezclándose con el material del suelo y creando el tipo de barro blanco del que
se forman los monstruos que te visitan en las noches; esos monstruos que
llegado el punto te demuestran que no están bajo tu cama sino bajo tu piel o
bajo las primeras capas de tu consciencia.
He
parpadeado y al abrir los ojos estábamos en casa y la puerta te quería comer,
las entrañas del animal eran el mundo afuera de la habitación. Si lloré fue
sólo por miedo a que te deshiciera el ácido gástrico de la ciudad y a que
terminado el proceso digestivo no fueras más que el recuerdo de un bonito
sabor. Por eso cuando nuestros dedos se encontraron en la oscuridad jugando a
los arácnidos en las redes tejidas por las luces impresas en nuestras retinas,
todo volvió a estar bien. Saber que al encender la luz estarías ahí, con manos
en vez de arañas, era lanzarse al mar sabiendo que se puede respirar bajo el
agua.