Dicen
que la forma de la poesía es el vínculo tangible con los elementos más
profundos del significado. Dicen que el ritmo de los sonidos de un poema
trasciende nuestra percepción racional. Dicen que la poesía es la literatura
más pura, sujeta completamente a la subjetividad del escritor. Dicen que la
poesía se rige por leyes enteramente diferentes a cualquier otra manifestación
escrita con fines tanto denotativo-comunicativos como artísticos. ¿Quién lo dice? Tal o
cuál. No importa. Tal vez ni siquiera digan eso, sino esto otro y yo lo haya
entendido mal. Quizá mi subjetividad inherente ya haya hecho de las suyas.
Nunca
he escrito un poema de verdad y hasta los poemas falsos que he escrito carecen
de ese no sé qué que qué sé yo. Escucho la palabra poema e inmediatamente mi
intención bucea por un lodo de expresiones que tengo ya vinculadas al término.
Es decir, caigo en todos los clichés y baratismos
posibles y si me dejo seguir reviento los límites y sobrepaso hasta lo
permitido para los poetas amateurs. ¿De qué se tiene que tratar un poema para
que no sea un triste intento de expresar sentimientos sublimes que al momento
te explotan en la cara como una bomba de saliva? ¿De qué escribe quien escribe
poemas? Una vez más: dicen que hay tan solo unos pocos temas y que toda la
poesía puede reducirse a ellos. Los obvios.
A mí en
realidad me dan ganas de reducir todo a colores, a formas y a texturas. Hay
veces que me siento como una figura geométrica y otras que me siento como un
color. Pero me siento incapaz de transmitir esas sensaciones como no sea un
poema que diga:
Morado,
morado amor
hado morad,
¡oh! Morado
Tengo la
certeza que ni siquiera así me daría a entender. Todo esto de la Escuela
Alemana de la Percepción ahora tiene más sentido. Cada quién pensaría en su
propio color morado. Morado pollo, morado cielo, morado césped, morado madera,
morado noche, morado luna, morado agua, morado azúcar, morado mar y jamás morado
Restaurante Hindú de Lavapiés.
No
quiero ni pensar qué sucedería entonces si intentara explicar que me siento
como un triángulo. ¿Con qué palabras sustituyo “lados”, “tres”, “isósceles”, “agudo”?
¿Y cómo explico que soy un triángulo redondo? Directamente encasillado en la
bodega del absurdo. Como si en la vida diaria no pasara todo el tiempo que uno
se siente como un jodido triángulo circular. Pero ahí está el infalible miedo a
que se dude de nuestra cordura. De ahí que se hayan inventado palabras tan
desastrosamente inexactas como “bien” o “mal”. Así cuando nos preguntan cómo
estamos, tenemos la salida fácil. Decimos que bien en vez de decir “Rojo, hoy
estoy completamente rojo y ando de un ánimo exquisitamente cuadrado”. O, en
caso de que nuestra sinceridad exceda la dosis normal, decimos que mal en vez
de decir “Ni me hables, el amarillo me nubla la vista y va a empezar a
escurrirse por mis poros en círculos concéntricos”.
El
problema de la poesía es que la representación más alejada de su esencia es la
palabra. Ahí está el peligro, al ver todo lo que es en realidad poesía y
entender que es imposible decir las palabras para expresarlo. Entender que
mientras más se diga, más cosas se quedarán atoradas en medio de la garganta,
del estómago, de las cuerdas vocales, del paladar, de la lengua. La densidad
del líquido verbal en nuestro sistema aumentando exponencialmente y el saber, a
momentos estúpidamente efímeros, que no hay otra opción que ignorar o ahogarse a más tardar en un momento dado.