Rojo
con verde, triángulos en movimiento dentro de una cruz: la farmacia de la
esquina de nuestra calle. Se anunciaba con sus luces de noche y de día. Cuántas
veces habremos pasado delante, caminando para llegar a no sé dónde. Caminando
calle abajo, arrancando como flores las imágenes de las escenas domésticas que
sólo podíamos imaginar. Imaginación colectiva: la tuya y la mía y la de algún
amigo ocasional que se decidiera a acompañarnos en eso que para nosotros era
una especie de delirio; risas ridículas: la tuya y la mía. Y, al igual que las
flores, las escenas se nos terminaban marchitando en las manos por habernos
empeñado en cogerlas. Aun así, cuando abríamos el álbum de las flores secas,
era nuestro orgullo recordar cada detalle de su captura.
Ramos y
ramos en nuestro buró, ramos del balcón del otro lado de la calle, frente al
nuestro. Como se encendiera la luz en uno de nuestros momentos de ocio, de
conversación floja, ya estábamos asomados espiando, especulando expectantes.
Sorpréndenos vecino, o que nos sorprendan tus estanterías con sus libros, o tu
figurita de madera de encima de la mesa con extremidades articuladas, que nos
sorprenda una nueva presencia a tu lado en el sillón para que podamos inventar
una historia con más de un personaje. Daba igual. Estábamos tan empecinados en
sorprendernos que no necesitábamos nada nuevo, nos extasiaba lo cotidiano.
Y así
la vida, nuestra vida, pasaba. Parte de nuestra cotidianidad era mirar la
ajena. Y si alguien nos hubiera visto, si alguna vez alguien nos vio, en medio
de los diferentes aires del año, tantas veces el humo del cigarro sobre
nuestras cabezas, hubiera podido imaginar nuestra historia. La historia de dos
figuras oscuras contra un cielo menos oscuro agujereado por las estrellas. Más
de cerca, sólo dos manos cogidas, sólo ojos suspendidos en la noche de la
espera, de la observación ociosa con la recolección de flores sin fruto como
único motivo. Sólo dos voyeurs.
En el
fondo siempre supimos sin decirlo que, por algún acuerdo tácito convertido en
tabú, buscábamos algo. De ahí la urgencia, siempre la urgencia por absorber esa
imagen siempre cercana pero siempre inalcanzable. Qué deliciosa rutina la de
enfrente, qué delicioso ocio el nuestro. Los días jóvenes de la adolescencia
que se eterniza neciamente, que vive fuera de tiempo y se niega a marchitarse
aun cuando hace ya mucho que la tierra se ha secado. Vive en la tierra vieja y
tenemos las manos permanentemente sucias por estar removiendo constantemente,
intentando encontrar aquello de lo que está hecho la vida: la tuya y la mía.
Intentando encontrar el alimento que reclamaba insistente nuestra extensión de
la pubertad que carece de inocencia, que carece de novedad, que carece de todo
aquello que puede hacerla real; y que, sin embargo, se construye del deseo de
la negación de lo posterior. Eso buscábamos deleitándonos con la rutina ajena,
distanciarnos de lo que inminentemente se iba convirtiendo en la nuestra.
Y, al
final, ¿qué? Eso que empezó como una sombra en un día de nubes densas, se
convirtió en el manto negro de la noche sin agujeros, asfixiante hasta el hueso.
Adiós balcones; los balcones no se reflejan en el pavimento, tan solo las luces
de la farmacia llegaban tenues a nuestro nuevo punto de mira si llegábamos a
pasar por la esquina. Los aires dentro del manto se habían vuelto iguales, más
fríos o más calientes, pero iguales. Y entonces esa noche, terminando la rutina
del día, al levantar la vista a la ventana, en el balcón de enfrente: dos
figuras oscuras contra un cielo menos oscuro agujereado por las estrellas; ojos
suspendidos en la noche de la espera.
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