Todo
suena a campanitas. Y qué tristes están. Tienen matices delgaditos y
moribundos. Si todo suena a campanitas es porque sino todo sería silencio. La
soledad suele ser calladita en principio. Si afuera el viento frío habla es
para no sentirse solo, para ir saltando entre los árboles sin que piensen que
ha sido abandonado. Y cuando pienso en este día, sólo suenan esas campanitas.
No importa en dónde esté, las escucho y su sonido pequeñito se me cuela entre las
manos como arena de piedra blanca.
Hoy me
siento en esta silla frente a la pared. La pared vacía me mira de vuelta sin
sonreír. Las cortinas están cerradas y la luz aprovecha para ser tan amarilla
como puede. Nada se mueve a primera vista. Sin embargo, después de observar
unos minutos, se puede ver que todo respira. La mesa y los sillones respiran,
la mesa y la lámpara respiran, la mesa y los libros respiran y yo respiro. Es
una mesa lisa, roja y brillante, a veces cálida y a veces más bien agresiva.
Pero lo importante es recordar que todo respira, y que ese todo me incluye.
No pasa
nada porque nada se acaba en realidad. Todo es un simple cambio constante, sin
fin. Lo que parece tristeza un día será simplemente nostalgia y puede que
llegue a ser tan sólo recuerdo. Lo que parece soledad será ya un estado
pasajero, ya un estado asimilado. Las campanitas puede que permanezcan un poco
más, pero gradualmente se irán y ni siquiera serán conservadas en la memoria
por ser tan frágiles y tan bonitas.
Creo
que las campanitas están para distraerme, para no dejarme escuchar esa otra
melodía que últimamente se gesta en mi cabeza. Las notas del estribillo, aunque
no tiene letra, dicen claramente que ya no te quiero. No sé si es o no cierto,
pero eso dicen. Son melodías incompatibles. Suenan fatal cuando se mezclan.
Chocan, se golpean, se superponen, se amenazan. Y yo, como no quiero seguir en
el proceso creativo, prefiero quedarme con las campanitas.