Grité y grité y grité. Grité muy fuerte y luego muy quedito.
Grité hasta casi llorar por el dolor de garganta, de estómago y de oídos. Grité
para sacar del algún modo todo lo que sentía que se estaba pudriendo dentro de
mi cabeza. Mi grito era en realidad un vómito de aire y ruido. Mi grito, mi
vómito, era frustración, era protesta, era enfado, era sed de venganza, era
tristeza, era toda la escoria de las sensaciones. Mi grito lo componían dos,
tres, mil, infinitas voces internas unidas y peleadas entre sí. Mi grito era la
nota más larga y más melancólica del saxofón más solitario e incomprendido
tocando el blues más blues de todos los tiempos. Mi grito
ocupaba un espacio en el vacío y un vacío en el espacio.
Grité hasta casi sangrar; hubiera gritado hasta sangrar si no
se me hubiera vuelto de noche en la mirada antes.
Cuando desperté seguía en esa esquina del mundo más alejada
de todo que el pico más hondo o el mar más elevado. Más rechazada mi esquina
que las montañas donde deambulan los peces y los océanos en donde los osos
buscan panales marinos. Mi esquina, mi rincón olvidado por todos menos por mí.
El único lugar en que podía antes encontrarme con mi propio gato de Chesire que
dejó de ir porque ya no cabía su sonrisa. Una esquina en donde se encontraban elementos
de mi infancia más temprana y elementos tan recientes que parecían el futuro
inmediato. Estos elementos se mezclaban formando lo que aparentemente era yo.
En esa esquina se encontraban los personajes de los libros que yo había
-consciente o inconscientemente- decidido adoptar. En esa esquina se mutilaban
voluntariamente para dejarme la parte de ellos que me interesaba y unos pocos
me vendían a precio simbólico su alma completa. Desde esa esquina de crímenes e
impunidad había gritado yo, mi esquina de la existencia propia absoluta y de la
no-existencia de todo lo que no era yo.
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