Había
algo que le gustaba hacer. Le gustaba meterse a los pequeños bares o
cafeterías, pedir un café con leche y sentarse a leer, a escribir o a pensar en
lo que podía leer y escribir. A veces también le gustaba inventarse historias,
verosímiles o inverosímiles. No importa, historias. Después de un rato, de un
tiempo siempre diferente, se levantaba y salía a las calles. Caminaba hacia
algún lugar de la cuidad, tampoco importa qué ciudad. Eso sí, tenía que ser de
Europa o de América porque de lo demás no conocía lo suficiente como para que
diera igual. Un día tendría que ir a África a ver si le quedaba todo más claro.
¿El qué? No importa. Tenía algo con
eso de los orígenes, constantemente intentando descubrir el origen de cada
cosa, o de cada cosa que le pareciera importante, curiosa, interesante o
divertida, al menos (aunque fuera sólo de voz para afuera).
No hay
mucho que contar, en medio de un verano que pronto abdicaría a favor del otoño
se iban los días –sus días. Trabajos ocasionales que buscaba con esfuerzo
desganado, conversaciones que buscaba y suscitaba como, cuando y con quien
fuera (tenía preferencias, pero si éstas no eran posibles fácilmente podía
sustituirlas), caminatas largas, a veces necesarias pero mayoritariamente no. Y
siempre una habitación (ni muy grande ni muy pequeña) de paredes blancas,
esperando. Lo único de valor en ese cubo eran los libros; libros usados de
librerías ubicadas en centros pseudo-culturales de diferentes ciudades. Fuera
de eso: nada. Ropa, partituras, unos pocos objetos decorativos y más que nada
estantes, vacíos sin importar qué tanto tuvieran encima. Una cárcel por la que
pagaba un considerable alquiler, en una zona que es mejor no describir y de la
cuál huía todos los días tan pronto le era posible y a la cual regresaba casi
todos los días postergando el momento tanto como le era posible.
Desde
hacía meses todo parecía espera, una larga espera. Los nuevos ciclos se tomaban
su tiempo en comenzar. La nostalgia de lugares lejanos y conocidos se instalaba
en sus pestañas y más tardes de las que podía contar se condensaba en agua y
sal que bajaban enredadas por la cara, por los hombros, por el ombligo, por los
muslos. Ni siquiera era tristeza, era nostalgia pura, siempre amenazando con
volverse permanente. De haber tenido otro tipo de temperamento, otro tipo de
patologías, patrones o discurso, se hubiera olvidado pronto de todos estos
procesos sumamente imprácticos, incómodos e inconvenientes. Pero de haber
tenido otro temperamento, otro tipo de patologías, patrones o discurso, la
situación probablemente nunca hubiera llegado al mismo punto en el que ahora
estaba. Una vez más, no importa. Todo era así, y de no haber sido no sería y yo
sé que tú sabes que yo sé que sabes.
Y
entonces, por qué no, vamos a escuchar a Mozart porque no se puede concentrar.
¿Para hacer qué? No importa, no se puede concentrar y ya está. Tan ariscas las
propias voces internas unas con otras. A más de una no le ha gustado la
respuesta y se desata una discusión álgida, violenta y, más que nada, sin
sentido alguno. Jugando a Alicia en lo que el reloj marca y media y tiene
excusa para partir al no sé qué. Obsesivamente puntual, u obsesivamente
huyamos-para-no-pensar. Sin embargo, hace unos párrafos he mencionado que le
gusta pensar. Así es esto, hay momentos para todas las cosas. Y sin embargo no
hay cosas para todos los momentos. Y si las hay pueden ser muy (jodidamente)
difíciles de encontrar, no cualquiera. Éste, al menos, no era el caso(o no
siempre (o no usualmente)).
Y de
camino de regreso a la cárcel blanca, con el afán ya mencionado de postergar,
se detiene a llevar a cabo su ritual (también ya mencionado) favorito: tomar un
café con leche en el lugarcillo elegido de entre todos los lugarcillos de la
zona que más que elegida a consciencia fue resultado de un juego de azares y
circunstancias no planeadas. Esta vez no imagina una historia inverosímil. Esta
vez simplemente piensa en todos esos ciclos que tan ansiosamente espera y que
están a punto de comenzar. Luego se dedica a recordar todos aquellos otros
ciclos cuya consistencia líquida la ahogaba hasta hacía poco tiempo. Pensaba en
éstas y otras cosas sin sentido. En el fondo sabía que lo que le gustaba era la
montaña rusa, sentir por sentir, lo que fuera menos la calma. El histrionismo
por el histrionismo mismo. Entonces, en épocas de paz, recurrir a la ansiedad y
a la desesperación para fingir que no existe la calma, se convertía en una
solución patológicamente fácil. Vamos a provocarnos el vómito porque no nos
gusta que nuestros Yos (yoseseseseseses) estén todos en armonía, necesitamos
debate interno que sin ése no hay externo. Si las voces no hablan parece que
está uno solo. ¿Y a quién le gusta estar solo?
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