Fue una de las primaveras más agobiantes que recuerdo. Esas
temperaturas me parecían de otra estación y de otro país, al menos de otra
ciudad con menos elementos citadinos: menos edificios, menos coches, menos
gente… o tal vez todo eso estaba en su lugar y el único elemento que sobraba
era yo. Demasiado yo para un territorio que parecía tan grande pero era en
realidad tan reducido. Una jaula ya que se le mira de cerca. Una jaula que
probablemente era mi propio cuerpo y no el cuerpo formado por el ladrillo, el
concreto, el hierro y demás materiales de construcción. Una jaula que me hacía
sentir constantemente al borde de la implosión.
Es por eso que cuando llegaba el viento yo sentía que me
deshacía con sus caricias. Tenía ganas de irme con él, sin preguntar, sólo
dejarme ir. Se me metía por debajo de la falda, entre el cabello, en el escote
y me daba la vuelta, me recorría entera con manos de concertista que conoce la
presión, el ritmo y la interpretación adecuados. Era un deleite que me dejaba
sumamente triste. Se iba y me dejaba con el corazón y el pelo alborotados. Un
amante cruel. El amante que desata y se ríe de la histeria, que hace que las
peticiones más sobrias parezcan caprichos.
Lo más difícil de explicar es, sin duda, la sensación de que
era el viento (paradójicamente) mi mayor apoyo. Las únicas veces que sabía que
me podía dejar ir y que alguien me sostendría, era cuando le daba por una de
sus visitas. Había días que parecía que se quedaría, su presencia constante en
apariencia indiferente al paso de las horas. Sin embargo no era así, no se
quedaba. Esos días se acababan y los pocos árboles de la ciudad y yo nos quedábamos
como esperando algo que no llegaba. Y esa espera se traducía ineludiblemente en
soledad.
No me gusta hablar mal de la soledad, creo que es sumamente incomprendida. Su existencia es una constante contradicción. Se busca su compañía cuando no quiere venir y se le rechaza cuando visita voluntariamente. El colega que sabe pero cuya presencia tiende a incomodar, el que nos dice cosas ciertas de nosotros mismos, nos señala nuestros errores y nos obliga a una reflexión real. El colega que nos obliga a conocernos más y por ello la mayoría de las veces evitamos su pútrida presencia, su sabor amargo, su color desagradablemente sobrio. Sin embargo, cuántas veces buscamos su abrazo suave y su piel lisa y fresca cuando nos encontramos entre tantas otras pieles pegajosas de tanto sudor, mentiras, rutina e intromisión.
Al final yo agradecía la inconsistencia de mi viento
adorado, de haberse quedado le hubiera repelido como tantas otras veces lo había
hecho con amantes y amigos. Mi involucración con el ciclo de la soledad era
alta. Una relación de amor-odio siempre presente. Buscaba desesperadamente esa
piel cuando me daba cuenta que me costaba sentir mi propia piel. La buscaba
cuando mis acciones comenzaban a parecerme ajenas, cuando de pronto sentía que
era una desconocida la que guiaba mi vida. Y me lanzaba a sus brazos, la besaba
desesperadamente intentando hacerla mía. Este juego duraba hasta que volvía mi
capacidad de reconocerme, hasta que convivía lo suficiente con la extraña que
habitaba dentro de mí como para que regresáramos a la unidad. Entonces venía el
siguiente paso del ciclo: el rechazo. El escupitajo en el rostro de quien había
acudido pesarosamente a mi llamado y que ahora no quería irse. La recriminación
al tercero en una relación que no puede por ningún motivo quedarse una vez que
el primero y el segundo han vuelto a unirse. En mi vida no tenían cabida las cosas
pares. Éramos o tres o una. O tres o yo… y yo y yo. Y únicamente por esa
primavera también el viento. El viento y una que otra cosa dulce -siempre y
cuando tuviera al final un deje amargo. El deje amargo de no dejarse consumir,
de no dejarme consumirle, de ser insustancial como el viento y sonreírme poco y
sólo cuando no lo pidiera. Sólo eso me aseguraba que tampoco esperaba una
sonrisa de mí, que tampoco esperaba algo de vuelta. Sólo la inconsistencia
ajena podía justificar la mía.
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