En un
principio no sabía si era real o no, si tan sólo era una visión. Si ya haberla
visto un día me parecía poco probable, verla dos me parece imposible. Es la misma
mujer de ayer, un esperpento, la decadencia de una muñeca rota. La cara pálida,
palidísima, el pelo amarillo despintado y una capa de maquillaje que el frío
seguramente muere por cuartear, ayudado por la poca –o falta total de- calidez
que debe tener su piel.
La muñeca seguramente espera el metro todos
los días laborales a la misma hora con ese mismo abrigo rojo a juego con su
labial. Sin embargo, no concibo que hayamos coincidido antes y yo no la haya
visto. Tiene que ser imposible no verla.
Pero no ha sido ella la que ha irrumpido en
mi mundo: he sido yo quien ha irrumpido en el suyo. Ahora, a cada palabra que
escribo, resquebrajo esos muros que tanto le habrá costado levantar. Bloque a
bloque construyó un triste intento de fortaleza con polvos compactos, sombras
para ojos, rouges y colorines. Ella
nunca lo sabrá, pero he violado su intimidad al poner atención a los solitarios
pensamientos que se dejan ver a través de su postura mientras espera en el
andén.
No tengo por qué meterme en donde no me
llaman, pero toda mi culpa se borra al levantar los ojos para descubrir que
ella también escribe y, a intervalos, me lanza miraditas de plástico negro. Al
final son mis muros los que se derrumban estúpida e inexorablemente.
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